EL CONCILIO DE TRENTO
(1545-1563)

Trad. IGNACIO LOPEZ DE AYALA (1798)
Portada ed. 1798
EL SACROSANTO
Y ECUMÉNICO CONCILIO
DE TRENTO
TRADUCIDO AL IDIOMA CASTELLANO
POR
DON IGNACIO LOPEZ DE AYALA.

AGREGASE EL TEXTO LATINO CORREGIDO SEGÚN LA EDICION
AUTÉNTICA DE ROMA, PUBLICADA EN 1564.

QUARTA EDICION

CON PRIVILEGIO.
MADRID EN LA IMPRENTA DE RAMON RUIZ.
M.DCCXCVIII.



     Ésta es la fe del bienaventurado san Pedro, y de los Apóstoles; ésta es la fe de los Padres; y ésta es fe de los Católicos.

Concil. Trident. Sess. XXV. in Acclam.


AL EXCELENTÍSIMO É ILUSTRISIMO SEÑOR DON FRANCISCO ANTONIO LORENZANA, ARZOBISPO DE TOLEDO, PRIMADO DE ESPAÑA, &c.
 

           Excmo. Señor.
La santidad, y certidumbre de las materias que definió el sacrosanto Concilio de Trento, no dan lugar a que busque patrocinio, pues no lo necesitan. Pero sí es debido que esta traducción se publique autorizada con el nombre del Arzobispo de Toledo, Primado de España, para que se aseguren los fieles de que esta es la doctrina Católica, este el pasto saludable, y este el tesoro que comunicó Jesucristo a sus Apóstoles, y ha llegado intacto a manos de V. E. que lo entregará a otros, para que lo conserven en su pureza hasta la consumación de los siglos. Las virtudes Pastorales de V. E. y su anhelo por mantener, y propagar la buena doctrina, me dan confianza de que recibirá la traducción de este santo Concilio con el gusto que practica sus decretos, y cuida de que los observen sus ovejas.

Excmo. e Illmo. Señor.
A. L. P. de V. E.
D. Ignacio López de Ayala.


PROLOGO

Aunque los eclesiásticos y seglares sabios puedan disfrutar plenamente la doctrina del sagrado Concilio de Trento en el idioma latino en que se publicó, es tan importante y necesaria su lectura a todos los fieles en general, tan sencilla, y acomodada su explicación a la capacidad del pueblo, que no debe extrañarse se comunique en lengua castellana a los que no tienen inteligencia de la latina. El conocimiento de los dogmas, o verdades de fe, es necesario a todos los cristianos; y en ningún concilio general se ha decidido mayor número de verdades católicas sobre misterios de la primera importancia, cuales son los que pertenecen a la justificación, al pecado original, al libre albedrío, a la gracia, y a los Sacramentos en común y en particular. Como la divina misericordia conduce los fieles por medio de estos a la vida eterna, y sus verdades son prácticas; es necesario ponerlos con frecuencia en ejecución. De aquí es que no sólo es conveniente este conocimiento a los eclesiásticos que administran los Sacramentos, sino también a los fieles que los reciben. A los legos pertenece igualmente la instrucción en muchos puntos de disciplina que estableció este sagrado Concilio. Y esta es la razón porque él mismo mandó formar su Catecismo, y ordenó que algunos de sus decretos se leyesen repetidas veces al pueblo cristiano.

Ninguno de cuantos se glorían con este nombre tiene mayor derecho que los Españoles para aprovecharse de la doctrina, y saludables máximas de aquel congreso sacrosanto. Estas son las mismas verdades, cuya decisión promovieron y ampararon sus Monarcas; estos los puntos que ventilaron, probaron y defendieron sus Teólogos; y estos los dogmas y disciplina que decidieron y decretaron sus Prelados. Ningunos Obispos más celosos ni desinteresados que los Españoles en promover la gloria de Dios, la santidad de las costumbres, y la pureza de la religión, fueron los más prontos en asistir, aunque eran los más distantes; y a pesar de los grandes obstáculos que les opusieron, fueron los más firmes en continur esta obra grande, de que esperaban volviese al seno de la Iglesia la Alemania, confundida y despedazada con execrables errores.

Durará sin duda con la Iglesia la memoria de su celo; y resonarán con los nombres de Don Fray Bartolomé de los Mártires, de Don Pedro Guerrero, del Cardenal Pacheco, de Don Martín de Ayala, de Don Diego de Alava, y de otros muchos españoles, los tiernos y vehementes clamores con que pidieron la reforma de costumbres, anhelando por ver renacer aquellos primitivos y felices días en que florecieron a competencia el celo y desinterés de los eclesiásticos, y el candor, pureza y sumisión de los seglares. ¿Cuánto no ayudaron con sus luces los sabios españoles Domingo y Pedro de Soto, Carranza, Vega, Castro, Carvajal, Lainez, Salmerón, Villalpando, Covarrubias, Menchaca, Montano y Fuentidueñas? Los puntos más importantes se cometieron a su examen, y contribuyendo con su talento y sabiduría a la defensa de la fe católica, y al lustre inmortal de la nación española, correspondieron ampliamente al honor con que los distinguió el santo Concilio, y a la expectación de la Iglesia universal. ¿Qué dificultades no vencieron también los Reyes de España para lograr la convocación del santo Concilio, para principiarlo, proseguirlo, y restablecerlo después de haberse interrumpido en dos ocasiones? Al Emperador Carlos V, a su hermano Ferdinando y a Felipe II se debe la victoria de tantos obstáculos como fue necesario superar para llevar al cabo tan santa y necesaria obra. Los Españoles, pues, tienen justísimo derecho de disfrutar en su idioma la misma doctrina que promovieron sus Reyes, ventilaron sus Teólogos, y decidieron sus Obispos.

La traducción que se presenta es literal, aunque la diferencia de los dos idiomas, y del estilo propio del Concilio haya obligado a seguir muy diferente rumbo en la colocación de las palabras. No obstante, el original es la norma de nuestra fe y costumbres, y la única fuente adonde se debe recurrir cuando se trate de averiguar profundamente las verdades dogmáticas y de disciplina, sobre cuya inteligencia se pueda suscitar alguna duda. Con este objeto, y por dar una edición bien corregida, se ha impreso en el mismo tomo el texto latino, revisto con suma diligencia, y confrontado con la edición que pasa por original; es a saber, la de Roma hecha por Aldo Manucio en 1564, con la de Alcalá por Andrés Angulo en el mismo año, con la de Felipe Labé en 1667, y con la que publicó últimamente en Amberes en 1779 Judoco Le Plat, doctor de Lobayna. También se han tenido presentes las Sesiones que se estamparon en Medina del Campo en 1554, y en fin la edición de Madrid de 1775, que no corresponde por cierto al buen deseo de los que la publicaron; porque habiendo copiado a la de Roma de 1732, sacó los mismos yerros que esta, y en una y otra faltan palabras, y a veces líneas. Este esmero, siempre necesario para dar a luz una obra de tanta consecuencia, ha sido mayor después que el supremo Consejo de Castilla se sirvió ordenar que además del sabio teólogo que aprobó esta traducción, nombrase otro el M. R. Arzobispo de Toledo, con cuyo auxilio cotejase el traductor cuidadosamente esta vez con dicho original, para que no sólo en lo sustancial, sino aun en la más mínima expresión vayan en todo conformes, y se logre que salga esta obra al público perfecta en todas sus partes. ¡Ojalá que el cuidado puesto en la edición corresponda a las intenciones del supremo Consejo, y al celo con que el Excelentísimo señor Arzobispo de Toledo ha encomendado la exactitud en la corrección! Consta a lo menos, que el texto latino que publicamos, tiene menos defectos qu el de la edición de Roma estimada por original, y certificada como tal por el secretario y notarios del mismo santo Concilio.

Por lo demás, no parece se debe advertir a los lectores legos, sino que los decretos pertenecientes a la fe son siempre certísimos, siempre inalterables, siempre verdaderos, e incapaces de mudanza o variación alguna. Pero los decretos de disciplina, o gobierno exterior, en especial los reglamentos que miran a tribunales, procesos, apelaciones, y otras circunstancias de esta naturaleza, admiten variación, como el mismo santo Concilio da a entender. En consecuencia, no hay que extrañar que no se conforme la práctica en algunos puntos con las disposiciones del Concilio; porque además de intervenir autoridad legítima para hacer estas excepciones, la historia eclesiástica comprueba en todos los siglos que los usos loables, y admitidos en unos tiempos, se reprobaron y prohibieron en otros, y los que adoptaron unas provincias, no los recibieron otras.

Para que los lectores tengan presentes los puntos históricos principales, y los motivos que hubo para congregar el Concilio, para disolverlo en dos ocasiones, y para volverlo a continuar hasta finalizarlo, basta por ahora la lectura de las bulas de convocación de Paulo III, Julio III y Pío IX: pues consta en ellas así la urgente necesidad de convocar como los obstáculos humanamente insuperables que es necesario vencer para continuarlo, y conducirlo hasta su fin. Solo me ha parecido conveniente insertar la acta de la abertura, necesaria sin duda para conocer los Legados que presidían, proponían, y preguntaban, y el método y solemnidad con que se celebraban las Sesiones. El número y nombres de los Prelados, Embajadores y otros concurrentes, conta de los Apéndices, que se han descargado de muchas noticias pertenecientes a los Padres, y Doctores españoles, por no permitirlas la magnitud del volumen. Espero no obstante dar noticias más individuales e importantes de estos sabios y virtuosos héroes en la historia del Concilio de Trento, de que tengo trabajada mucha parte, íntimamente persuadido a que ningunos sucesos del siglo décimosexto pueden dar más alta y noble idea del celo, entereza y sabiduría de los Españoles.


Pág. I

EL SACROSANTO,
ECUMÉNICO
Y GENERAL CONCILIO DE TRENTO


BULA CONVOCATORIA DEL CONCILIO DE TRENTO,EN EL PONTIFICADO DE PAULO III

Paulo Obispo, siervo de los siervos de Dios: para perpetua memoria. Considerando ya desde los principios de este nuestro Pontificado, que no por mérito alguno de nuestra parte, sino por su gran bondad nos confió la providencia de Dios omnipotente; en qué tiempos tan revueltos, y en qué circunstancias tan apretadas de casi todos los negocios, se había elegido nuestra solicitud y vigilancia Pastoral; deseábamos por cierto aplicar remedio a los males que tanto tiempo hace han afligido, y casi oprimido la república cristiana: mas Nos, poseidos también, como hombres, de nuestra propia debilidad, comprendíamos que eran insuficientes nuestras fuerzas para sostener tan grave peso. Pues como entendiésemos que se necesitaba de paz, para libertar y conservar la república de tantos peligros como la amenazaban, hallamos por el contrario, que todo estaba lleno de odios y disensiones, y en especial, opuestos entre sí aquellos Príncipes a quienes Dios ha encomendado casi todo el gobierno de las cosas. Porque teniendo por necesario que fuese uno solo el redil, y uno solo el pastor de la grey del Señor, para mantener la unidad de la religión cristiana, y para confirmar entre los hombres la esperanza de los bienes celestiales; se hallaba casi rota y despedazada la unidad del nombre cristiano con cismas, disensiones y herejías. Y deseando Nos también que estuviese prevenida, y asegurada la república contra las armas y asechanzas de los infieles; por los yerros y culpas de todos nosotros, ya al descargar la ira divina sobre nuestros pecados, se perdió la isla de Rodas, fue devastada la Ungría, y concebida y proyectada la guerra por mar y tierra contra la Italia, contra la Austria y contra la Esclavonia: porque no sosegando en tiempo alguno nuestro impío y feroz enemigo el Turco; juzgaba que los odios y disensiones que fomentaban los cristianos entre sí, era la ocasión más oportuna para ejecutar felizmente sus designios. Siendo pues llamados, como decíamos, en medio de tantas turbulencias de herejías, disensiones y guerras, y de tormentas tan revueltas como se han revuelto, para regir y gobernar la navecilla de san Pedro; y desconfiando de nuestras propias fuerzas, volvimos ante todas cosas nuestros pensamientos a Dios, para que él mismo nos vigorase y armase nuestro ánimo de fortaleza y constancia, y nuestro entendimiento del don de consejo y sabiduría. Después de esto, considerando que nuestros antepasados, que tanto se distinguieron por su admirable sabiduría y santidad, se valieron muchas veces en los más inminentes peligros de la república cristiana, de los concilios ecuménicos, y de las juntas generales de los Obispos, como del mejor y más oportuno remedio; tomamos también la resolución de celebrar un concilio general: y averiguados los pareceres de los Príncipes, cuyo consentimiento en particular nos parecía útil y conducente para celebrarlo; hallándolos entonces inclinados a tan santa obra, indicamos el concilio ecuménico y general de aquellos Obispos, y la junta de otros Padres a quienes tocase concurrir, para la ciudad de Mantua, en el año de la Encarnación del Señor 1537, tercero de nuestro Pontificado, como consta en nuestras letras y monumentos, asignando su abertura para el día 23 de mayo, con esperanzas casi ciertas de que cuando estuviésemos allí congregados en nombre del Señor, asistiría su Majestad en medio de nosotros, como prometió, y disiparía fácilmente por su bondad y misericordia todas las tempestades de estos tiempos, y todos los peligros con el aliento de su boca. Pero como siempre arma lazos el enemigo del humano linaje contra todas las obras piadosas; se nos denegó primeramente contra toda nuestra esperanza y expectación, la ciudad de Mantua, a no admitir algunas condiciones muy ajenas de la conducta de nuestros mayores, de las circunstancias del tiempo, de nuestra dignidad y libertad, de la de esta santa Sede, y del nombre y honor eclesiástico; las que hemos expresado en otras letras Apostólicas. Nos vimos en consecuencia necesitados a buscar otro lugar, y señalar otra ciudad, que no ocurriéndonos por el pronto oportuna ni proporcionada, nos hallamos en la precisión de prorrogar la celebración del concilio hasta el primer día de noviembre. Entre tanto nuestro cruel y perpetuo enemigo el Turco invadió la Italia con una grande y numerosa escuadra; tomó, destruyó y saqueó algunos lugares en las costas de la Pulla, y se llevó cautivas muchas personas. Nos estuvimos ocupados, en medio del grande temor y peligro de todos, en fortificar nuestras costas, y ayudar con nuestros socorros a los comarcanos, sin dejar no obstante de aconsejar entre tanto, ni de exhortar los Príncipes cristianos a que nos manifestasen sus dictámenes acerca del lugar que tuviesen por oportuno para celebrar el concilio. Mas siendo varios y dudosos sus pareceres, y creyendo Nos que se dilataba el tiempo mas de lo que pedían las circunstancias; con muy buen deseo, y a nuestro parecer también con muy prudente resolución, elegimos a Vincencia, ciudad abundante, y que además de tener la entrada franca, gozaba de una situación enteramente libre y segura para todos, mediante la probidad, crédito y poder de los Venecianos, que nos la concedían. Pero habiéndose adelantado el tiempo mucho, y siendo necesario avisar a todos la elección de la nueva ciudad; y no siendo posible por la proximidad del primer día de noviembre, que se divulgase la noticia de la que se había asignado, y estando también cerca el invierno; nos vimos otra vez necesitados a diferir con nueva prórroga el tiempo del concilio hasta la primavera próxima, y día primero del siguiente mes de mayo. Tomada y resuelta firmemente esta determinación, habiéndonos preparado, así como todas las demás cosas, para tener y celebrar exactamente con el auxilio de Dios el concilio; creyendo que era muy conducente, así para su celebración, como para toda la cristiandad, que los Príncipes cristianos tuviesen entre sí paz y concordia; insistimos en rogar y suplicar a nuestros carísimos hijos en Cristo, Carlos emperador de Romanos siempre Augusto y Francisco rey cristianísimo, ambos columnas y apoyos principales del nombre cristiano, que concurriesen a un coloquio entre sí, y con Nos: en efecto con ambos habíamos procurado muchísimas veces por medio de cartas, Nuncios y Legados nuestros a latere, escogidos entre nuestros venerables hermanos los Cardenales, que se dignasen pasar de las enemistades y discordias que tenían a una piadosa alianza y amistad, y prestasen su auxilio a los negocios de la cristiandad que se arruinaban; pues teniendo ellos el poder principal concedido por Dios para conservalos, tendrían que dar rígida y severa cuenta al mismo Dios, si no lo hiciesen así, ni dirigiesen sus designios al bien común de la cristiandad. Por fin movidos los dos de nuestras súplicas, concurrieron a Niza, adonde Nos también emprendimos un viaje largo y muy penoso en nuestra anciana edad, llevados de la causa de Dios y del restablecimiento de la paz: sin que entre tanto omitiésemos, pues se acercaba el tiempo señalado para principiar el concilio, es a saber, el primer día de mayo, enviar a Vincencia Legados a latere de suma virtud y autoridad, del número de los mismos hermanos nuestros los cardenales de la santa Iglesia Romana, para que hiciesen la abertura del concilio, recibiesen los Prelados que vendrían de todas partes, y ejecutasen y tratasen las cosas que tuviesen por necesarias, hasta que volviendo Nos del viaje y conferencias de la paz, pudiésemos arreglarlo todo con la mayor exactitud. En el tiempo intermedio nos dedicamos a aquella santa, y en extremo necesaria obra, es a saber, a tratar de la paz entre los Príncipes; lo que por cierto hicimos con sumo cuidado, y con toda caridad y esmero de nuestra parte. Testigo nos es Dios, en cuya clemencia confiábamos, cuando nos expusimos a los peligros de la vida y del camino. Testigo nos es nuestra propia conciencia, que en nada por cierto tiene que reprendernos, o por haber omitido, o por no haber buscado los medios de conciliar la paz. Testigos son también los mismos Príncipes, a quienes tantas veces, y con tanta vehemencia hemos suplicado por medio de Nuncios, cartas, Legados, avisos, exhortaciones, y toda especie de ruegos, que depusiesen sus enemistades, se confederasen, y ocurriesen unidos con sus providencias y auxilios a socorrer la república cristiana, puesta en el mayor y más inminente peligro. En fin, testigos son aquellas vigilias y cuidados, aquellos trabajos que día y noche, afligían nuestro ánimo, y aquellos graves y frecuentísimos desvelos que hemos tenido por esta causa y objeto: sin que aun todavía hayan tocado el fin que han pretendido nuestros designios y disposiciones. Tal ha sido la voluntad de Dios; de quien sin embargo no desesperamos que mirará alguna vez con benignidad nuestros deseos. Nos por cierto, en cuanto ha estado de nuestra parte, nada hemos omitido de cuanto era correspondiente a nuestro Pastoral oficio. Y si hay algunos que interpreten en siniestro sentido estas nuestras acciones de paz; lo sentimos por cierto; mas no obstante en medio de nuestro dolor damos gracias a Dios omnipotente, quien por darnos ejempo y enseñanza de paciencia, quiso que sus Apóstoles se tuviesen por dignos de padecer injurias por el nombre de Jesucristo, que es nuestra paz. Y aunque en aquel nuestro congreso, y coloquio que se tuvo en Niza, no se pudo, por nuestros pecados, efectuar una verdadera y perpetua paz entre los Príncipes; se hicieron no obstante treguas por diez años: y esperanzados Nos de que con esta oportunidad se podría celebrar más cómodamente el sagrado concilio, y además de esto efectuarse la paz por la autoridad del mismo; insistimos con los Príncipes en que concurriesen personalmente a él, condujesen los Prelados que tenían consigo, y llamasen los ausentes. Mas habiéndose excusado los Príncipes en una y otra instancia, por tener a la sazón necesidad de volver a sus reinos, y ser debido que los Prelados que habían traído consigo, cansados del camino, y apurados con los gastos, descansasen, y se restableciesen; nos exhortaron a que decretásemos otra prórroga para la celebración del concilio. Como tuviésemos alguna dificultad en concederla, recibimos en este medio tiempo cartas de nuestros Legados que estaban en Vincencia, en que nos decían, que pasado ya, con mucho, el día señalado para principiar el concilio, apenas había venido a aquella ciudad uno u otro Prelado de las naciones extranjeras. Con esta nueva, viendo que de ningún modo se podía celebrar en aquel tiempo, concedimos a los mismos Príncipes que se difiriese hasta el santo día de Pascua, y fiesta próxima de la Resurrección del Señor. Las Bulas de este nuestro precepto, y decreto sobre la dilación, se expidieron y publicaron en Génova el 28 de junio del año de la Encarnación del Señor 1538: y con tanto mayor gusto convenimos en esta demora, cuanto los dos Príncipes nos prometieron que enviarían sus embajadas a Roma para que ventilasen y tratasen en ella con Nos mas cómodamente los puntos que quedaban por resolver para la conclusión de la paz, y no se habían podido evacuar todos en Niza por la brevedad del tiempo. Ambos soberanos nos habían también pedido por esta razón, que precediese la pacificación a la celebración del concilio; pues establecida la paz, sería sin duda el mismo concilio mucho más útil y saludable a la república cristiana. Siempre por cierto han tenido mucha fuerza sobre nuestra voluntad las esperanzas que se nos daban de la paz para asentir a los deseos de los Príncipes; y estas esperanzas las aumentó sobre manera la amistosa y benévola conferencia de ambos soberanos entre sí, después de habernos retirado de Niza; la cual entendida por Nos con extraordinario júbilo, nos confirmó en la justa confianza de que llegásemos a creer que al fin Dios había oído nuestras oraciones, y aceptado nuestros deseos por la paz; pues pretendiendo y estrechando Nos la conclusión de esta, y siendo de dictamen no sólo los dos Príncipes mencionados, sino también nuestro carísimo en Cristo hijo Ferdinando, rey de Romanos, de que no convenía emprender la celebración del concilio a no estar concluida la paz, y empeñándose todos con Nos por medio de sus cartas y embajadores, para que concediésemos nuevas prórrogas, e instando con especialidad el serenísimo César, demostrándonos que había prometido a los que están separados de la unidad católica, que interpondría con Nos su mediación para que se tomase algún medio de concordia; lo que no se podía hacer cómodamente antes de su viaje a la Alemania; persuadidos Nos con la misma esperanza de paz que siempre, y por los deseos de tan grandes Príncipes; viendo principalmente que ni aun para el día asignado de la fiesta de Resurrección habían concurrido a Vincencia más Prelados, escarmentados ya con el nombre de prórroga, que tantas veces se había repetido en vano; tuvimos por mejor suspender la celebración del concilio general a arbitrio nuestro y de la Sede Apostólica. Tomamos en consecuencia esta resolución, y despachamos nuestras letras a cada uno de los mencionados Príncipes, fechas en 10 de junio de 1539, como claramente se puede ver en ellas. Hecha, pues, por Nos de necesidad aquella suspensión, mientras esperábamos tiempo más oportuno, y algún tratado de paz que contribuyese después a dar majestad y multitud de Padres al concilio, y remedio más pronto y saludable a la república cristiana, de un día en otro cayeron los negocios de la cristiandad en estado mas deplorable; pues los Ungaros, muerto su rey, llamaron a los Turcos; el Rey Ferdinando les declaró la guerra; una parte de los Flamencos se tumultuó para rebelarse contra el César, quien pasando a sujetarlos a Flandes por la Francia, amistosamente, con gran conformidad del Rey Cristianísimo, y con grandes indicios de benevolencia entre los dos, y de allí a la Alemania, comenzó a celebrar las dietas de sus Príncipes y ciudades, con el objeto de tratar la concordia que había ofrecido. Pero frustradas ya todas las esperanzas de paz, y pareciendo también que aquel medio de procurar y tratar la concordia en las dietas era más eficaz para suscitar mayores turbulencias que para sosegarlas; Nos resolvimos a volver a adoptar el antiguo remedio de celebrar concilio general; y esto mismo ofrecimos al César por medio de nuestros Legados, Cardenales de la santa Romana Iglesia; y lo mismo también tratamos última y principalmente por su medio en la dieta de Ratisbona, concurriendo a ella nuestro amado hijo Gaspar Contareno, Cardenal de santa Praxedes, nuestro Legado, y persona de suma doctrina e integridad: porque pidiéndosenos por dictamen de aquella dieta lo mismo que habíamos recelado antes que había de suceder; es a saber, que declarásemos se tolerasen ciertos artículos de los que están apartados de la Iglesia, hasta que se examinasen y decidiesen por el concilio general; no permitiéndonos la fe católica cristiana, ni nuestra dignidad, ni la de la Sede Apostólica que los concediésemos; mandamos que más bien se propusiese abiertamente el concilio para celebrarlo cuanto antes. Ni jamás tuvimos a la verdad otro parecer ni deseo, que el que se congregase en la primera ocasión el concilio ecuménico y general. Esperábamos por cierto que se podría restablecer con él la paz del pueblo cristiano, y la unidad de la religión de Jesucristo; mas no obstante deseábamos celebrarlo con la aprobación y gusto de los Príncipes cristianos. Mientras esperábamos su voluntad; mientras observábamos este tiempo recóndito, este tiempo de tu aprobación, ¡o Dios! nos vimos últimamente precisados a resolver, que todos los tiempos son del divino beneplácito, cuando se toman resoluciones de cosas santas y conducentes a la piedad cristiana. Por tanto viendo con gravísimo dolor de nuestro corazón, que se empeoraban de día en día los negocios de la cristiandad; pues la Ungría estaba oprimida por los Turcos, los Alemanes en sumo peligro; y todas las demás provincias llenas de miedo, tristeza y aflicción; determinamos no aguardar ya el consentimiento de ningún Príncipe, sino atender únicamente a la voluntad de Dios omnipotente, y a la utilidad de la república cristiana. En consecuencia, pues, no pudiendo ya disponer de Vincencia, y deseando atender así a la salud eterna de todos los cristianos, como a la comodidad de la nación Alemana, en la elección de lugar que habíamos de hacer para celebrar el nuevo concilio; y que aunque se propusieron otros lugares, conocíamos que los Alemanes deseaban se eligiese la ciudad de Trento; Nos, aunque juzgábamos que se podían tratar más cómodamente todos los negocios en la Italia citerior; conformamos no obstante, movidos de nuestro amor paternal, nuestra determinación a sus peticiones. En consecuencia elegimos la ciudad de Trento para que se celebrase en ella el concilio ecuménico en el día primero del próximo mes de noviembre, determinando aquel lugar como que era a propósito para que pudiesen concurrir a él los Obispos y Prelados de Alemania, y de otras naciones inmediatas con suma facilidad; y los de Francia, España y provincias restantes más remotas, sin especial dificultad. Dilatamos no obstante la abertura hasta aquel día señalado, para dar tiempo a que se publicase este nuestro decreto por todas las naciones cristianas, y tuviesen todos los Prelados tiempo para concurrir a él. Y para haber dejado de señalar en esta ocasión el término de un año en la mudanza del lugar del concilio, como hemos prescrito en otras ocasiones en algunas Bulas; ha sido el motivo nohaber Nos querido diferir por más tiempo la esperanza de sanar en alguna parte la república cristiana, que tantas pérdidas y calamidades ha padecido. Vemos no obstante las circunstancias del tiempo; conocemos las dificultades; comprendemos que es incierto cuanto se puede esperar de nuestra resolución; pero sabiendo que está escrito: Descubre al Señor tus resoluciones, y espera en él, que él las cumplirá; tuvimos por más acertado colocar nuestra esperanza en la clemencia y misericordia divina, que desconfiar de nuestra debilidad. Porque sucede muchas veces al principiar las buenas obras, que lo que no pueden hacer los consejos de los hombres, lo lleva a debida ejecución el poder divino. Confiados pues, y apoyados en la autoridad de este mismo Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y de sus bienaventurados Apóstoles san Pedro y san Pablo, de la que también gozamos en la tierra; y además de esto, con el consejo y asenso de nuestros venerables hermanos los Cardenales de la santa Iglesia Romana; quitada y removida la suspensión arriba mencionada, la misma que removemos y quitamos por la presente Bula; indicamos, anunciamos, convocamos, establecemos y decretamos, que el santo, ecuménico y general concilio se ha de principiar, proseguir y finalizar con el auxilio del mismo Señor, a su honra y gloria, y en beneficio del pueblo cristiano, en la ciudad de Trento, lugar cómodo, libre y oportuno para todas las naciones, desde el día primero del próximo mes de noviembre del presente año de la Encarnación del Señor 1542; requiriendo, exhortando, amonestando y además de esto mandando en todo rigor de precepto en fuerza del juramento que hicieron a Nos, y a esta santa Sede, y en virtud de santa obediencia y bajo las demás penas que es costumbre intimar y proponer contra los que no concurren cuando se celebran concilios, que tanto nuestros venerables hermanos de todos los lugares los Patriarcas, Arzobispos, Obispos y nuestros amados hijos los Abades, como todos los demás a quienes por derecho o por privilegio es permitido tener asiento en los concilios generales, y dar su voto en ellos; que todos deban absolutamente concurrir y asistir a este sagrado concilio, a no hallarse acaso legítimamente impedidos, de cuya circunstancia no obstante estén obligados a avisar con fidedigno testimonio; o asistir a lo menos por sus procuradores y enviados con legítimos poderes. Rogando además y suplicando por las entrañas de misericordia de Dios, y de nuestro Señor Jesucristo, cuya religión y verdades de fe ya se combaten por dentro y fuera tan gravemente, a los mencionados Emperador, y Rey Cristianísimo, así como a los demás Reyes, Duques y Príncipes, cuya presencia si en algún tiempo ha sido necesaria a la santísima fe de Jesucristo, y a la salvación de todos los cristianos, lo es principalmente en este tiempo; que si desean ver salva la república cristiana; si comprenden que tienen estrecha obligación a Dios por los grandes beneficios que de su Majestad han recibido; no abandonen la causa, ni los intereses del mismo Dios; concurran por sí mismos a la celebración del sagrado Concilio, en el que será en extremo provechosa su piedad y virtud para la común utilidad y salvación suya, y de lo otros, así la temporal, como la eterna. Mas si (lo que no quisiéramos) no pudieren concurrir ellos mismos; envíen a lo menos sus Embajadores autorizados que puedan representar en el Concilio cada uno la persona de su Príncipe con prudencia y dignidad. Y ante todas cosas que procuren, lo que les es sumamente fácil, que se pongan en camino, sin tergiversación ni tardanza, para venir al Concilio, los Obispos y Prelados de sus respectivos reinos y provincias: circunstancia que en particular es absolutamente conforme a justicia, que el mismo Dios, y Nos alcancemos de los Prelados y Príncipes de Alemania; es a saber, que habiéndose indicado el Concilio principalmente por su caus y deseos, y en la misma ciudad que ellos han pretendido, tengan todso a bien celebrarlo, y darle esplendor con su presencia, para que mucho más bien, y con mayor comodidad se puedan cuanto antes, y del mejor modo posible, tratar en el mismo sagrado y ecuménico Concilio, consultar, ventilar, resolver, y llevar al fin deseado cuantas cosas sean necesarias a la integridad y verdad de la religión cristiana, al restablecimiento de las buenas costumbres, a la enmienda de las malas, a la paz, unidad y concordia de los cristianos entre sí, tanto de los Príncipes, como de los pueblos, así como a rechazar los ímpetus con que maquinan los Bárbaros e infieles oprimir toda la cristiandad; siendo Dios quien guíe nuestras deliberaciones, y quien lleve delante de nuestras almas la luz de su sabiduría y verdad. Y para que lleguen estas nuevas letras, y cuanto en ellas se contiene, a noticia de todos los que deben tenerla, y ninguno de ellos pueda alegar ignorancia, principalmente por no ser acaso libre el camino para que lleguen a todas las personas a quienes determinadamente se deberían intimar; queremos, y mandamos que cuando acostumbra juntarse el pueblo en la basílica Vaticana del Príncipe de los Apóstoles, y en la iglesia de Letran a oír la misa, se lean públicamente, y con voz clara por los cursores de nuestra Curia, o por algunos notarios públicos; y leidas se fijen en las puertas de dichas iglesias, y además de estas, en las de la Cancelaría Apostólica, y en el lugar acostumbrado del campo de Flora, en donde han de estar expuestas algún tiempo para que las lean y lleguen a noticia de todos; y cuando las quitaren de allí, queden no obstante colocadas sus copias en los mismos lugares. En efecto nuestra determinada voluntad es, que todas y cualesquiera personas de las mencionadas en esta nuestra Bula, queden tan obligadas y comprendidas por la lectura, publicación y fijación de ella, a los dos meses después de fijada, contados desde el día de su publicación y fijación, como si se hubiese leído e intimado a sus propias personas. Mandamos también y decretamos, que se dé cierta e indubitable fe a los ejemplares de ella, que estén escritos o firmados por mano de algún notario público, y refrendados con el sello de alguna persona eclesiástica constituida en dignidad. No sea, pues, lícito a persona alguna quebrantar, o contradecir temerariamente a esta nuestra Bula de indicción, aviso, convocación, estatuto, decreto, mandamiento, precepto y ruego. Y si alguno presumiere atentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios omnipotente, y en la de sus bienaventurados Apóstoles san Pedro y san Pablo. Dado en Roma, en san Pedro, en 22 de mayo del año de la Encarnación del Señor 1542, y octava de nuestro Pontificado. Blosio. Hier. Dan.


ABERTURA DEL CONCILIO DE TRENTO

"En el nombre de la santísima Trinidad. Siguen las ordenanzas, constituciones, actas, y decretos hechos en el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, presidido a nombre de nuestro santísimo en Cristo Padre y Señor Paulo, por divina providencia Papa III de este nombre, por los Reverendísimos e Ilustrísimos señores los Cardenales de la santa Romana Iglesia, Legados a latere de la Sede Apostólica, Juan María de Monte, Obispo de Palestina; Marcelo Cervini, Presbítero de santa Cruz en Jerusalén; y Reginaldo Polo, Inglés, Diácono de santa María in Cosmedin".

"En el nombre de Dios, Amen. En el año del nacimiento del mismo Señor nuestro de M. D. XLV, en la Indicción tercera, domingo tercero del Adviento del Señor, en que cayó la festividad de santa Lucía, día trece del mes de diciembre, año duodécimo del Pontificado de nuestro Santísimo Padre y Señor nuestro en Jesucristo, Paulo por divina providencia Papa III de este nombre, se celebró una procesión general en la ciudad de Trento desde la Iglesia de la santísima e individua Trinidad hasta la iglesia catedral, para dar feliz principio al sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento; y asistieron en ella los tres Legados de la Sede Apostólica, y el Reverendísimo e Ilustrísimo señor Cristóbal Madruci, Presbítero Cardenal de la santa Iglesia Romana, del título de san Cesario, y también los Reverendos Padres y señores los Arzobispos, Obispos, Abades, doctores, e ilustres y nobles señores que después se mencionan, con otros muchos doctores así teólogos, como canonistas y legistas, y gran número de Barones y Condes, y juntamente el clero y pueblo de dicha ciudad. Finalizada la procesión, el referido primer Legado, Reverendísimo e Ilustrísimo señor Cardenal de Monte, celebró la misa de Espíritu Santo en la santa iglesia catedral, y predicó el Reverendo Padre y señor Obispo de Bitonto. Después de acabada la misa dio la bendición al pueblo el expresado Reverendísimo señor Cardenal de Monte; y compareciendo después ante los mismos Legados y Prelados la distinguida persona del maestro Zorrilla, secretario del Ilustrísimo señor don Diego de Mendoza, Embajador del Emperador y Rey de España, presentó las cartas en que dicho Embajador excusaba su ausencia, y fueron leídas en alta voz. Después de esto se leyeron las Bulas de la convocación del Concilio, e inmediatamente el expresado Reverendísimo Legado de Monte, volviéndose a los Padres del Concilio, dijo:"

SESION I

Celebrada en tiempo del sumo Pontífice Paulo III, en 13 de diciembre del año del Señor 1545

Decreto en que se declara la abertura del Concilio.

¿Tenéis a bien decretar y declarar a honra y gloria de la santa e individua Trinidad, Padre, Hijo, y Espíritu Santo, para aumento y exaltación de la fe y religión cristiana, extirpación de las herejías, paz y concordia de la Iglesia, reforma del clero y pueblo cristiano, y humillación, y total ruina de los enemigos del nombre de Cristo, que el sagrado y general Concilio de Trento principie, y quede principiado? Respondieron los PP.: Así lo queremos.

ASIGNACIÓN DE LA SESIÓN SIGUIENTE

Pues estando próxima la fiesta de la Natividad de Jesucristo nuestro Señor, y siguiéndose otras festividades de este año que acaba, y del que principia; ¿tenéis a bien que la primera Sesión que haya, se celebre el jueves después de la Epifanía, que será el 7 de enero del año del Señor 1546? Respondieron: Así lo queremos.


SESION II

Celebrada el 7 de enero de 1546

DECRETO SOBRE EL ARREGLO DE VIDA, Y OTRAS COSAS QUE DEBEN OBSERVARSE EN EL CONCILIO

El sacrosanto Concilio Tridentino, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido por los mismos tres Legados de la Sede Apostólica, reconociendo con el bienaventurado Apóstol Santiago, que toda dádiva excelente, y todo don perfecto viene del cielo, y baja del Padre de las luces, que concede con abundancia la sabiduría a todos los que se la piden, sin darles en rostro con su ignorancia; y sabiendo también que el principio de la sabiduría es el temor de Dios: ha resuelto y decretado exhortar a todos, y cada uno de los fieles cristianos congregados en Trento, como a presente los exhorta, a que procuren enmendarse de los males y pecados hasta el presente cometidos, y procedan en adelante con temor de Dios, sin condescender a los deseos de la carne, perseverando según cada uno pueda en la oración, y confesando a menudo, comulgando, frecuentando las iglesias y en fin cumpliendo los preceptos divinos, y rogando además de esto a Dios todos los días en sus oraciones secretas por la paz de los Príncipes cristianos, y por la unidad de la Iglesia. Exhorta también a los Obispos, y demás personas constituidas en el orden sacerdotal, que concurren a esta ciudad a celebrar el Concilio general, a que se dediquen con esmero a las continuas alabanzas de Dios, ofrezcan sus sacrificios, oficio y oraciones, y celebren el sacrificio de la misa a lo menos en el domingo, día en que Dios crió la luz, resucitó de entre los muertos, e infundió en sus discípulos el Espíritu Santo, haciendo, como manda el mismo Santo Espíritu por medio de su Apóstol, súplicas, oraciones, peticiones, y acciones de gracias por nuestro santísimo Padre el Papa, por el Emperador, por los Reyes, por todos los que se hallan constituidos en dignidad, y por todos los hombres, para que vivamos quieta y tranquilamente, gocemos de la paz, y veamos el aumento de la religión. Exhorta además a que ayunen por lo menos todos los viernes en memoria de la Pasión del Señor, den limosnas a los pobres, y se celebre todos los jueves en la iglesia catedral la misa del Espíritu Santo, con las letanías y otras oraciones establecidas para esta ocasión; y en las demás iglesias se digan a lo menos en el mismo día las letanías y oraciones; sin que en el tiempo de los divino oficios haya pláticas ni conversaciones, sino que se asista al sacerdote con la boca, y con el ánimo. Y por cuanto es necesario que los Obispos sean irreprensibles, sobrios, castos, y muy atentos al gobierno de sus casas; los exhorta igualmente a que cuiden ante todas cosas de la sobriedad en su mesa, y de la moderación en sus manjares. Demás de esto, como acontece muchas veces suscitarse en la misma mesa conversaciones inútiles; se lea al tiempo de ella la divina Escritura. Instruya también cada uno a sus familiares, y enséñeles que no sean pendencieros, vinosos, desenvueltos, ambiciosos, soberbios, blasfemos, ni dados a deleites; huyan en fin de los vicios, y abracen las virtudes, manifestando en sus vestidos, aliño, y demás actos la honestidad y modestia correspondiente a los ministros de los ministros de Dios. Además de esto, siendo el principal cuidado, empeño e intención de este Concilio sacrosanto, que disipadas las tinieblas de las herejías, que por tantos años han cubierto la tierra, renazca la luz de la verdad católica, con el favor de Jesucristo, que es la verdadera luz, así como el candor y la pureza, y se reformen las cosas que necesitan de reforma; el mismo Concilio exhorta a todos los católicos aquí congregados, y que después se congregaren, y principalmente a los que están instruidos en las sagradas letras, a que mediten por sí mismos con diligencia y esmero los medios y modos más convenientes para poder dirigir las intenciones del Concilio, y lograr el efecto deseado; y con esto se pueda con mayor prontitud, deliberación y prudencia, condenar lo que deba condenarse, y aprobarse lo que merezca aprobación; y todos por todo el mundo glorifiquen, a una voz, y con una misma confesión de fe, a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Respecto del modo con que se han de exponer los dictámenes, luego que los sacerdotes del Señor estén sentados en el lugar de bendición, según el estatuto del concilio Toledano, ninguno pueda meter ruido con voces desentonadas, ni perturbar tumultuariamente, ni tampoco altercar con disputas falsas, vanas u obstinadas; sino que todo lo que expongan, de tal modo se tempere y suavice al pronunciarlo, que ni se ofendan los oyentes, ni se pierda la rectitud del juicio con la perturbación del ánimo. Después de esto estableció y decretó el mismo Concilio, que si aconteciese por casualidad que algunos no tomen el asiento que les corresponde, y den su dictamen, aun valiéndose de la fórmula Placet, asistan a las congregaciones, y ejecuten durante el Concilio otras acciones, cualesquiera que sean; no por esto se les ha de seguir perjuicio alguno, ni otros tampoco adquirirán nuevo derecho.

Asignóse después el día jueves, 4 del próximo mes de febrero, para celebrar la Sesión siguiente.


EL SÍMBOLO DE LA FE

SESION III

Celebrada en 4 de febrero de 1546


DECRETO SOBRE EL SÍMBOLO DE LA FE

En el nombre de la santa e indivisible Trinidad, Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Considerando este sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos tres Legados de la Sede Apostólica, la grandeza de los asuntos que tiene que tratar, en especial de los contenidos en los dos capítulos, el uno de la extirpación de las herejías, y el otro de la reforma de costumbres, por cuya causa principalmente se ha congregado; y comprendiendo además con el Apóstol, que no tiene que pelear contra la carne y sangre, sino contra los malignos espíritus en cosas pertenecientes a la vida eterna; exhorta primeramente con el mismo Apóstol a todos, y a cada uno, a que se conforten en el Señor, y en el poder de su virtud, tomando en todo el escudo de la fe, con el que puedan rechazar todos los tiros del infernal enemigo, cubriéndose con el morrión de la esperanza de la salvación, y armándose con la espada del espíritu, que es la palabra de Dios. Y para que este su piadoso deseo tenga en consecuencia, con la gracia divina, principio y adelantamiento, establece y decreta, que ante todas cosas, debe principiar por el símbolo, o confesión de fe, siguiendo en esto los ejemplos de los Padres, quienes en los más sagrados concilios acostumbraron agregar, en el principio de sus sesiones, este escudo contra todas las herejías, y con él solo atrajeron algunas veces los infieles a la fe, vencieron los herejes, y confirmaron a los fieles. Por esta causa ha determinado deber expresar con las mismas palabras con que se lee en todas las iglesias, el símbolo de fe que usa la santa Iglesia Romana, como que es aquel principio en que necesariamente convienen los que profesan la fe de Jesucristo, y el fundamento seguro y único contra que jamás prevalecerán las puertas del infierno. El mencionado símbolo dice así: Creo en un solo Dios, Padre omnipotente, criador del cielo y de la tierra, y de todo lo visible e invisible: y en un solo Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, y nacido del Padre ante todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no hecho; consustancial al Padre, y por quien fueron criadas todas las cosas; el mismo que por nosotros los hombres, y por nuestra salvación descendió de los cielos, y tomó carne de la virgen María por obra del Espíritu Santo, y se hizo hombre: fue también crucificado por nosotros, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, y fue sepultado; y resucitó al tercero día, según estaba anunciado por las divinas Escrituras; y subió al cielo, y está sentado a la diestra del Padre; y segunda vez ha de venir glorioso a juzgar los vivos y los muertos; y su reino será eterno. Creo también en el Espíritu Santo, Señor y vivificador, que procede del Padre y del Hijo; quien igualmente es adorado, y goza juntamente gloria con el Padre, y con el Hijo, y es el que habló por los Profetas; y creo ser una la santa, católica y apostólica Iglesia. Confieso un bautismo para la remisión de los pecados: y aguardo la resurrección de la carne y la vida perdurable. Amen.

ASIGNACIÓN DE LA SESIÓN SIGUIENTE

Teniendo entendido el mismo sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos tres Legados de la Sede Apostólica, que muchos Prelados están dispuestos a emprender el viaje al Concilio de varios países, y que algunos están ya en camino para venir a Trento; y considerando también que cuanto ha de decretar el mismo sagrado Concilio, de tanto mayor crédito y respeto podrá parecer entre todos, cuanto con mayor, más número y pleno consejo de Padres se determine y corrobore; resolvió y decretó que la Sesión próxima se ha de celebrar el jueves siguiente a la inmediata futura Dominica Laetare; mas que entre tanto no se dejen de tratar y ventilar los puntos que parecieren al mismo Concilio dignos de su ventilación y examen.


LAS SAGRADAS ESCRITURAS

SESION IV

Celebrada en 8 de abril de 1546

DECRETO SOBRE LAS ESCRITURAS CANÓNICAS

El sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo y presidido de los mismos tres Legados de la Sede Apostólica, proponiéndose siempre por objeto, que exterminados los errores, se conserve en la Iglesia la misma pureza del Evangelio, que prometido antes en la divina Escritura por los Profetas, promulgó primeramente por su propia boca. Jesucristo, hijo de Dios, y Señor nuestro, y mandó después a sus Apóstoles que lo predicasen a toda criatura, como fuente de toda verdad conducente a nuestra salvación, y regla de costumbres; considerando que esta verdad y disciplina están contenidas en los libros escritos, y en las tradiciones no escritas, que recibidas de boca del mismo Cristo por los Apóstoles, o enseñadas por los mismos Apóstoles inspirados por el Espíritu Santo, han llegado como de mano en mano hasta nosotros; siguiendo los ejemplos de los Padres católicos, recibe y venera con igual afecto de piedad y reverencia, todos los libros del viejo y nuevo Testamento, pues Dios es el único autor de ambos, así como las mencionadas tradiciones pertenecientes a la fe y a las costumbres, como que fueron dictadas verbalmente por Jesucristo, o por el Espíritu Santo, y conservadas perpetuamente sin interrupción en la Iglesia católica. Resolvió además unir a este decreto el índice de los libros Canónicos, para que nadie pueda dudar cuales son los que reconoce este sagrado Concilio. Son pues los siguientes. Del antiguo Testamento, cinco de Moisés: es a saber, el Génesis, el Exodo, el Levítico, los Números, y el Deuteronomio; el de Josué; el de los Jueces; el de Ruth; los cuatro de los Reyes; dos del Paralipómenon; el primero de Esdras, y el segundo que llaman Nehemías; el de Tobías; Judith; Esther; Job; el Salterio de David de 150 salmos; los Proverbios; el Eclesiastés; el Cántico de los cánticos; el de la Sabiduría; el Eclesiástico; Isaías; Jeremías con Baruch; Ezequiel; Daniel; los doce Profetas menores, que son; Oseas; Joel; Amos; Abdías; Jonás; Micheas; Nahum; Habacuc; Sofonías; Aggeo; Zacharías, y Malachías, y los dos de los Macabeos, que son primero y segundo. Del Testamento nuevo, los cuatro Evangelios; es a saber, según san Mateo, san Marcos, san Lucas y san Juan; los hechos de los Apóstoles, escritos por san Lucas Evangelista; catorce Epístolas escritas por san Pablo Apóstol; a los Romanos; dos a los Corintios; a los Gálatas; a los Efesios; a los Filipenses; a los Colosenses; dos a los de Tesalónica; dos a Timoteo; a Tito; a Philemon, y a los Hebreos; dos de san Pedro Apóstol; tres de san Juan Apóstol; una del Apóstol Santiago; una del Apóstol san Judas; y el Apocalipsis del Apóstol san Juan. Si alguno, pues, no reconociere por sagrados y canónicos estos libros, enteros, con todas sus partes, como ha sido costumbre leerlos en la Iglesia católica, y se hallan en la antigua versión latina llamada Vulgata; y despreciare a sabiendas y con ánimo deliberado las mencionadas tradiciones, sea excomulgado. Queden, pues, todos entendidos del orden y método con que después de haber establecido la confesión de fe, ha de proceder el sagrado Concilio, y de que testimonios y auxilios se ha de servir principalmente para comprobar los dogmas y restablecer las costumbres en la Iglesia.

DECRETO SOBRE LA EDICIÓN Y USO DE LA SAGRADA ESCRITURA

Considerando además de esto el mismo sacrosanto Concilio, que se podrá seguir mucha utilidad a la Iglesia de Dios, si se declara qué edición de la sagrada Escritura se ha de tener por auténtica entre todas las ediciones latinas que corren; establece y declara, que se tenga por tal en las lecciones públicas, disputas, sermones y exposiciones, esta misma antigua edición Vulgata, aprobada en la Iglesia por el largo uso de tantos siglos; y que ninguno, por ningún pretexto, se atreva o presuma desecharla. Decreta además, con el fin de contener los ingenios insolentes, que ninguno fiado en su propia sabiduría, se atreva a interpretar la misma sagrada Escritura en cosas pertenecientes a la fe, y a las costumbres que miran a la propagación de la doctrina cristiana, violentando la sagrada Escritura para apoyar sus dictámenes, contra el sentido que le ha dado y da la santa madre Iglesia, a la que privativamente toca determinar el verdadero sentido, e interpretación de las sagradas letras; ni tampoco contra el unánime consentimiento de los santos Padres, aunque en ningún tiempo se hayan de dar a luz estas interpretaciones. Los Ordinarios declaren los contraventores, y castíguenlos con las pensas establecidas por el derecho. Y queriendo también, como es justo, poner freno en esta parte a los impresores, que ya sin moderación alguna, y persuadidos a que les es permitido cuanto se les antoja, imprimen sin licencia de los superiores eclesiásticos la sagrada Escritura, notas sobre ella, y exposiciones indiferentemente de cualquiera autor, omitiendo muchas veces el lugar de la impresión, muchas fingiéndolo, y lo que es de mayor consecuencia, sin nombre de autor; y además de esto, tienen de venta sin discernimiento y temerariamente semejantes libros impresos en otras partes; decreta y establece, que en adelante se imprima con la mayor enmienda que sea posible la sagrada Escritura, principalmente esta misma antigua edición Vulgata; y que a nadie sea lícito imprimir ni procurar se imprima libro alguno de cosas sagradas, o pertenecientes a la religión, sin nombre de autor; ni venderlos en adelante, ni aun retenerlos en su casa, si primero no los examina y aprueba el Ordinario; so pena de excomunión, y de la multa establecida en el canon del último concilio de Letran. Si los autores fueren Regulares, deberán además del examen y aprobación mencionada, obtener licencia de sus superiores, después que estos hayan revisto sus libros según los estatutos prescritos en sus constituciones. Los que los comunican, o los publican manuscritos, sin que antes sean examinados y aprobados, queden sujetos a las mismas penas que los impresores. Y los que los tuvieren o leyeren, sean tenidos por autores, si no declaran los que lo hayan sido. Dese también por escrito la aprobación de semejantes libros, y parezca esta autorizada al principio de ellos, sean manuscritos o sean impresos; y todo esto, es a saber, el examen y aprobación se ha de hacer de gracia, para que así se apruebe lo que sea digno de aprobación, y se repruebe lo que no la merezca. Además de esto, queriendo el sagrado Concilio reprimir la temeridad con que se aplican y tuercen a cualquier asunto profano las palabras y sentencias de la sagrada Escritura; es a saber, a bufonadas, fábulas, vanidades, adulaciones, murmuraciones, supersticiones, impíos y diabólicos encantos, adivinaciones, suertes y libelos infamatorios; ordena y manda para extirpar esta irreverencia y menosprecio, que ninguno en adelante se atreva a valerse de modo alguno de palabras de la sagrada Escritura, para estos, ni semejantes abusos; que todas las personas que profanen y violenten de este modo la palabra divina, sean reprimidas por los Obispos con las penas de derecho, y a su arbitrio.

ASIGNACIÓN DE LA SESIÓN SIGUIENTE

Item establece y decreta este sacrosanto Concilio, que la próxima futura Sesión se ha de tener y celebrar en la feria quinta después de la próxima sacratísima solemnidad de Pentecostés.


EL PECADO ORIGINAL

SESION V

Celebrada el 17 de junio de 1546.

DECRETO SOBRE EL PECADO ORIGINAL

Para que nuestra santa fe católica, sin la cual es imposible agradar a Dios, purgada de todo error, se conserve entera y pura en su sinceridad, y para que no fluctúe el pueblo cristiano a todos vientos de nuevas doctrinas; constando que la antigua serpiente, enemigo perpetuo del humano linaje, entre muchísimos males que en nuestros días perturban a la Iglesia de Dios, aun ha suscitado no sólo nuevas herejías, sino también las antiguas sobre el pecado original, y su remedio; el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos tres Legados de la Sede Apostólica, resuelto ya a emprender la reducción de los que van errados y a confirmar los que titubean; siguiendo los testimonios de la sagrada Escritura, de los santos Padres y de los concilios mas bien recibidos, y el dictamen y consentimiento de la misma Iglesia, establece, confiesa y declara estos dogmas acerca del pecado original.

I. Si alguno no confiesa que Adan, el primer hombre, cuando quebrantó el precepto de Dios en el paraíso, perdió inmediatamente la santidad y justicia en que fue constituido, e incurrió por la culpa de su prevaricación en la ira e indignación de Dios, y consiguientemente en la muerte con que Dios le habla antes amenazado, y con la muerte en el cautiverio bajo el poder del mismo que después tuvo el imperio de la muerte, es a saber del demonio, y no confiesa que todo Adán pasó por el pecado de su prevaricación a peor estado en el cuerpo y en el alma; sea excomulgado.

II. Si alguno afirma que el pecado de Adán le dañó a él solo, y no a su descendencia; y que la santidad que recibió de Dios, y la justicia que perdió, la perdió para sí solo, y no también para nosotros; o que inficionado él mismo con la culpa de su inobediencia, solo traspasó la muerte y penas corporales a todo el género humano, pero no el pecado, que es la muerte del alma; sea excomulgado: pues contradice al Apóstol que afirma: Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte; y de este modo pasó la muerte a todos los hombres por aquel en quien todos pecaron.

III. Si alguno afirma que este pecado de Adán, que es uno en su origen, y transfundido en todos por la propagación, no por imitación, se hace propio de cada uno; se puede quitar por las fuerzas de la naturaleza humana, o por otro remedio que no sea el mérito de Jesucristo, Señor nuestro, único mediador, que nos reconcilió con Dios por medio de su pasión, hecho para nosotros justicia, santificación y redención; o niega que el mismo mérito de Jesucristo se aplica así a los adultos, como a los párvulos por medio del sacramento del bautismo, exactamente conferido según la forma de la Iglesia; sea excomulgado: porque no hay otro nombre dado a los hombres en la tierra, en que se pueda lograr la salvación. De aquí es aquella voz: Este es el cordero de Dios; este es el que quita los pecados del mundo. Y también aquellas: Todos los que fuisteis bautizados, os revestísteis de Jesucristo.

IV. Si alguno niega que los niños recién nacidos se hayan de bautizar, aunque sean hijos de padres bautizados; o dice que se bautizan para que se les perdonen los pecados, pero que nada participan del pecado original de Adán, de que necesiten purificarse con el baño de la regeneración para conseguir la vida eterna; de donde es consiguiente que la forma del bautismo se entienda respecto de ellos no verdadera, sino falsa en orden a la remisión de los pecados; sea excomulgado: pues estas palabras del Apóstol: Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte; y de este modo pasó la muerte a todos los hombres por aquel en quien todos pecaron; no deben entenderse en otro sentido sino en el que siempre las ha entendido la Iglesia católica difundida por todo el mundo. Y así por esta regla de fe, conforme a la tradición de los Apóstoles, aun los párvulos que todavía no han podido cometer pecado alguno personal, reciben con toda verdad el bautismo en remisión de sus pecados; para que purifique la regeneración en ellos lo que contrajeron por la generación: Pues no puede entrar en el reino de Dios, sino el que haya renacido del agua, y del Espíritu Santo.

V. Si alguno niega que se perdona el reato del pecado original por la gracia de nuestro Señor Jesucristo que se confiere en el bautismo; o afirma que no se quita todo lo que es propia y verdaderamente pecado; sino dice, que este solamente se rae, o deja de imputarse; sea excomulgado. Dios por cierto nada aborrece en los que han renacido; pues cesa absolutamente la condenación respecto de aquellos, que sepultados en realidad por el bautismo con Jesucristo en la muerte, no viven según la carne, sino que despojados del hombre viejo, y vestidos del nuevo, que está creado según Dios, pasan a ser inocentes, sin mancha, puros, sin culpa, y amigos de Dios, sus herederos y partícipes con Jesucristo de la herencia de Dios; de manera que nada puede retardarles su entrada en el cielo. Confiesa no obstante, y cree este santo Concilio, que queda en los bautizados, la concupiscencia, o fomes, que como dejada para ejercicio, no puede dañar a los que no consienten, y la resisten varonilmente con la gracia de Jesucristo: por el contrario, aquel será coronado que legítimamente peleare. La santa Sínodo declara, que la Iglesia católica jamás ha entendido que esta concupiscencia, llamada alguna vez pecado por el Apóstol san Pablo, tenga este nombre, porque sea verdadera y propiamente pecado en los renacidos por el bautismo; sino porque dimana del pecado, e inclina a él. Si alguno sintiese lo contrario; sea excomulgado. Declara no obstante el mismo santo Concilio, que no es su intención comprender en este decreto, en que se trata del pecado original, a la bienaventurada, e inmaculada virgen María, madre de Dios; sino que se observen las constituciones del Papa Sixto IV de feliz memoria, las mismas que renueva; bajo las penas contenidas en las mismas constituciones.

DECRETO SOBRE LA REFORMA

CAP. I. Que se establezcan cátedras de sagrada Escritura

Insistiendo el mismo sacrosanto Concilio en las piadosas constituciones de los sumos Pontífices, y de los concilios aprobados, y adoptándolas y añadiéndolas, estableció, y decretó, con el fin de que no quede obscurecido y despreciado el celestial tesoro de los sagrados libros, que el Espíritu Santo comunicó a los hombres con suma liberalidad; que en las iglesias en que hay asignada prebenda, o prestamera, u otro estipendio, bajo cualquier nombre que sea, para los lectores de sagrada teología, obliguen a los Obispos, Arzobispos, Primados, y demás Ordinarios de los lugares, y compelan aun por la privación de los frutos, a los que obtienen tal prebenda, prestamera, o estipendio, a que expongan e interpreten la sagrada Escritura por sí mismos, si fueren capaces, y si no lo fuesen, por substitutos idóneos que deben ser elegidos por los mismos Obispos, Arzobispos, Primados y demás Ordinarios. En adelante empero, no se ha de conferir la prebenda, prestamera, o estipendio mencionado sino a personas idóneas, y que puedan por sí mismas desempeñar esta obligación; quedando nula e inválida la provisión que no se haga en estos términos. En las iglesias metropolitanas, o catedrales, si la ciudad fuese famosa, o de mucho vecindario, así como en las colegiatas que haya en población sobresaliente, aunque no esté asignada a ninguna diócesis, con tal que sea el clero numeroso, en las que no haya destinada prebenda alguna, prestamera, o el estipendio mencionado; se ha de tener por destinada y aplicada perpetuamente para este efecto, ipso facto, la prebenda primera que de cualquier modo vaque, a excepción de la que vaque por resignación, y a la que no esté anexa otra obligación y trabajo incompatible. Y por cuanto puede no haber prebenda alguna en las mismas iglesias, o no ser suficiente la que haya; deba el mismo Metropolitano, u Obispo, dar providencia con acuerdo del cabildo, para que haya la lección o enseñanza de la sagrada Escritura, ya asignando los frutos de algún beneficio simple, cumplidas no obstante las cargas y obligaciones que este tenga; ya por contribución de los beneficiados de su ciudad o diócesis, o del modo más cómodo que se pueda; con la condición no obstante de que de modo ninguno se omitan por estas otras lecciones establecidas o por la costumbre, o por cualquiera otra causa. Las iglesias cuyas rentas anuales fueren cortas, o donde el clero y pueblo sea tan pequeño que no pueda haber cómodamente en ellas cátedra de teología, tengan a lo menos un maestro, que ha de elegir el Obispo con acuerdo del cabildo, que enseñe de balde la gramática a los clérigos y otros estudiantes pobres, para que puedan, mediante Dios, pasar al estudio de la sagrada Escritura; y por esta causa se han de asignar al maestro de gramática los frutos de algún beneficio simple, que percibirá solo el tiempo que se mantenga enseñando, con tal que no se defraude al beneficio del cumplimiento debido a sus cargas; o se le ha de pagar de la mesa capitular o episcopal algún salario correspondiente; o si esto no puede ser, busque el mismo Obispo algún arbitrio proporcionado a su iglesia y diócesis, para que por ningún pretexto se deje de cumplir esta piadosa, útil y fructuosa determinación. Haya también cátedra de sagrada Escritura en los monasterios de monjes en que cómodamente pueda haberla; y si fueren omisos los Abades en el cumplimiento de esto, oblíguenles a ello por medios oportunos los Obispos de los lugares, como delegados en este caso de la Sede Apostólica. Haya igualmente cátedra de sagrada Escritura en los conventos de los demás Regulares, en que cómodamente puedan florecer los estudios; y esta cátedra la han de dar los capítulos generales o provinciales a los maestros más dignos. Establézcase también en los estudios públicos (en que hasta ahora no se haya establecido) por la piedad de los religiosísimos Príncipes y repúblicas, y por su amor a la defensa y aumento de la fe católica, y a la conservación y propagación de la sana doctrina, cátedra tan honorífica, y mas necesaria que todo lo demás, y restablézcase donde quiera que antes se haya fundado y esté abandonada. Y para que no se propague la impiedad bajo el pretexto de piedad, ordena el mismo sagrado Concilio, que ninguno sea admitido al magisterio de esta enseñanza, sea pública o privada, sin que antes sea examinado y aprobado por el Obispo del lugar sobre su vida, costumbres e instrucción: mas eto no se entienda con los lectores que han de enseñar en los conventos. Y en tanto que ejerzan su magisterio en escuelas públicas los que enseñaren la sagrada Escritura, y los escolares que estudien en ellas, gocen y disfruten plenamente de todos los privilegios sobre la percepción de frutos, prebendas y beneficios concedidos por derecho común en las ausencias.

CAP. II. De los predicadores de la palabra divina, y de los demandante.

Siendo no menos necesaria a la república cristiana la predicación del Evangelio, que su enseñanza en la cátedra, y siendo aquel el principal ministerio de los Obispos; ha establecido y decretado el mismo santo Concilio que todos los Obispos, Arzobispos, Primados, y restantes Prelados de las iglesias, están obligados a predicar el sacrosanto Evangelio de Jesucristo por sí mismos, si no estuviesen legítimamente impedidos. Pero si sucediese que los Obispos, y demás mencionados, lo estuviesen, tengan obligación, según lo dispuesto en el Concilio general, a escoger personas hábiles para que desempeñen fructuosamente el ministerio de la predicación. Si alguno despreciare dar cumplimiento a esta disposición; quede sujeto a una severa pena. Igualmente los Archiprestes, los Curas y los que gobiernan iglesias parroquiales u otras que tienen cargo de almas, de cualquier modo que sea, instruyan con discursos edificativos por sí, o por otras personas capaces si estuvieren legítimamente impedidos, a lo menos en los domingos y festividades solemnes, a los fieles que les están encomendados, según su capacidad, y la de sus ovejas; enseñándoles lo que es necesario que todos sepan para conseguir la salvación eterna; anunciándoles con brevedad y claridad los vicios que deben huir, y las virtudes que deben practicar, para que logren evitar las penas del infierno, y conseguir la eterna felicidad. Mas si alguno de ellos fuese negligente en cumplirlo, aunque pretenda, so cualquier pretexto, estar exento de la jurisdicción del Obispo, y aunque sus iglesias se reputen de cualquier modo exentas, o acaso anexas, o unidas a algún monasterio, aunque este exista fuera de la diócesis, con tal que se hallen efectivamente las iglesias dentro de ella; no quede por falta de la providencia y solicitud pastoral de los Obispos estorbar que se verifique lo que dice la Escritura: Los niños pidieron pan, y no había quien se lo partiese. En consecuencia, si amonestados por el Obispo no cumplieren esta obligación dentro de tres meses, sean precisados a cumplirla por medio de censuras eclesiásticas, o de otras penas a voluntad del mismo Obispo; de suerte, que si le pareciese conveniente, aun se pague a otra persona que desempeñe aquel ministerio, algún decente estipendio de los frutos de los beneficios, hasta que arrepentido el principal poseedor cumpla con su obligación. Y si se hallaren algunas iglesias parroquiales sujetas a monasterios de ninguna diócesis, cuyos Abades o Prelados regulares fuesen negligentes en las obligaciones mencionadas; sean compelidos a cumplirlas por los Metropolitanos en cuyas provincias estén aquellas diócesis, como delegados para esto de la Sede Apostólica; sin que pueda impedir la ejecución de este decreto costumbre alguna o exención, apelación, reclamación o recurso, hasta tanto que se conozca y decida por juez competente, quien debe proceder sumariamente, y atendida sola la verdad del hecho. Tampoco puedan predicar, ni aun en las iglesias de sus órdenes, los Regulares de cualquiera religión que sean, si no hubieren sido examinados y aprobados por sus superiores sobre vida, costumbres y sabiduría, y tengan además su licencia; con la cual estén obligados antes de comenzar a predicar a presentarse personalmente a sus Obispos, y pedirles la bendición. Para predicar en las iglesias que no son de sus órdenes, tengan obligación de conseguir, además de la licencia de sus superiores, la del Obispo, sin la cual de ningún modo puedan predicar en ellas; y los Obispos se la han de conceder gratuitamente. Y si, lo que Dios no permita, sembrare el predicador en el pueblo errores o escándalos, aunque los predique en su monasterio, o en los de otro orden, le prohibirá el Obispo el uso de la predicación. Si predicase herejías, proceda contra él según lo dispuesto en el derecho, o según la costumbre del lugar; aunque el mismo predicador pretextase estar exento por privilegio general o especial: en cuyo caso proceda el Obispo con autoridad Apostólica, y como delegado de la santa Sede. Mas cuiden los Obispos de que ningún predicador padezca vejaciones por falsos informes o calumnias, ni tenga justo motivo de quejarse de ellos. Eviten además de esto los Obispos el permitir que predique bajo pretexto de privilegio ninguno en su ciudad o diócesis, persona alguna, ya sea de los que siendo Regulares en el nombre, viven fuera de la clausura y obediencia de sus religiones, o ya de los Presbíteros seculares, a no tenerlos conocidos y aprobados en sus costumbres y doctrina; hasta que los mismos Obispos consulten sobre el caso a la santa Sede Apostólica; de la que no es verisímil saquen personas indignas semejantes privilegios, a no ser callando la verdad, y diciendo mentira. Los que recogen las limosnas, que comúnmente se llaman Demandantes, de cualquiera condición que sean, no presuman de modo alguno predicar por sí, ni por otro; y los contraventores sean reprimidos eficazmente con oportunos remedios por los Obispos y Ordinarios de los lugares, sin que les sirvan ningunos privilegios.

Asignación de la Sesión siguiente.

Además de esto, el mismo sacrosanto Concilio establece y decreta, que la próxima futura Sesión se tenga y celebre el jueves, feria quinta después de la fiesta del bienaventurado Apóstol Santiago.

Prorrógose después la Sesión al día 13 de enero de 1547.

LA JUSTIFICACIÓN

SESION VI

Celebrada en 13 de enero de 1547.

DECRETO SOBRE LA JUSTIFICACIÓN

PROEMIO

Habiéndose difundido en estos tiempos, no sin pérdida de muchas almas, y grave detrimento de la unidad de la Iglesia, ciertas doctrinas erróneas sobre la Justificación; el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido a nombre de nuestro santísimo Padre y señor en Cristo, Paulo por la divina providencia Papa III de este nombre, por los reverendísimos señores Juan María de Monte, Obispo de Palestina, y Marcelo, Presbítero del título de santa Cruz en Jerusalén, Cardenales de la santa Iglesia Romana, y Legados Apostólicos a latere, se propone declarar a todos los fieles cristianos, a honra y gloria de Dios omnipotente, tranquilidad de la Iglesia, y salvación de las almas, la verdadera y sana doctrina de la Justificación, que el sol de justicia Jesucristo, autor y consumador de nuestra fe enseñó, comunicaron sus Apóstoles, y perpetuamente ha retenido la Iglesia católica inspirada por el Espíritu Santo; prohibiendo con el mayor rigor, que ninguno en adelante se atreva a creer, predicar o enseñar de otro modo que el que se establece y declara en el presente decreto.

CAP. I. Que la naturaleza y la ley no pueden justificar a los hombres.

Ante todas estas cosas declara el santo Concilio, que para entender bien y sinceramente la doctrina de la Justificación, es necesario conozcan todos y confiesen, que habiendo perdido todos los hombres la inocencia en la prevaricación de Adán, hechos inmundos, y como el Apóstol dice, hijos de ira por naturaleza, según se expuso en el decreto del pecado original; en tanto grado eran esclavos del pecado, y estaban bajo el imperio del demonio, y de la muerte, que no sólo los gentiles por las fuerzas de la naturaleza, pero ni aun los Judíos por la misma letra de la ley de Moisés, podrían levantarse, o lograr su libertad; no obstante que el libre albedrío no estaba extinguido en ellos, aunque sí debilitadas sus fuerzas, e inclinado al mal.

CAP. II. De la misión y misterio de la venida de Cristo.

Con este motivo el Padre celestial, Padre de misericordias, y Dios de todo consuelo, envió a los hombres, cuando llegó aquella dichosa plenitud de tiempo, a Jesucristo, su hijo, manifestado, y prometido a muchos santos Padres antes de la ley, y en el tiempo de ella, para que redimiese los Judíos que vivían en la ley, y los gentiles que no aspiraban a la santidad, la lograsen, y todos recibiesen la adopción de hijos. A este mismo propuso Dios por reconciliador de nuestros pecados, mediante la fe en su pasión, y no sólo de nuestros pecados, sino de los de todo el mundo.

CAP. III. Quiénes se justifican por Jesucristo.

No obstante, aunque Jesucristo murió por todos, no todos participan del beneficio de su muerte, sino sólo aquellos a quienes se comunican los méritos de su pasión. Porque así como no nacerían los hombres efectivamente injustos, si no naciesen propagados de Adan; pues siendo concebidos por él mismo, contraen por esta propagación su propia injusticia; del mismo modo, si no renaciesen en Jesucristo, jamás serían justificados; pues en esta regeneración se les confiere por el mérito de la pasión de Cristo, la gracia con que se hacen justos. Por este beneficio nos exhorta el Apóstol a dar siempre gracias al Padre Eterno, que nos hizo dignos de entrar a la parte de la suerte de los santos en la gloria, nos sacó del poder de las tinieblas, y nos transfirió al reino de su hijo muy amado, en el que logramos la redención, y el perdón de los pecados.

CAP. IV. Se da idea de la justificación del pecador, y del modo con que se hace en la ley de gracia.

En las palabras mencionadas se insinúa la descripción de la justificación del pecador: de suerte que es tránsito del estado en que nace el hombre hijo del primer Adan, al estado de gracia y de adopción de los hijos de Dios por el segundo Adan Jesucristo nuestro Salvador. Esta traslación, o tránsito no se puede lograr, después de promulgado el Evangelio, sin el bautismo, o sin el deseo de él; según está escrito: No puede entrar en el reino de los cielos sino el que haya renacido del agua, y del Espíritu Santo.

CAP. V. De la necesidad que tienen los adultos de prepararse a la justificación, y de dónde provenga.

Declara además, que el principio de la misma justificación de los adultos se debe tomar de la gracia divina, que se les anticipa por Jesucristo: esto es, de su llamamiento, por el que son llamados sin mérito ninguno suyo; de suerte que los que eran enemigos de Dios por sus pecados, se dispongan por su gracia, que los excita y ayuda para convertirse a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia; de modo que tocando Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni el mismo hombre deje de obrar alguna cosa, admitiendo aquella inspiración, pues puede desecharla; ni sin embargo pueda moverse sin la gracia divina a la justificación en la presencia de Dios por sola su libre voluntad. De aquí es, que cuando se dice en las sagradas letras: Convertíos a mí, y me convertiré a vosotros; se nos avisa de nuestra libertad; y cuando respondemos: Conviértenos a ti, Señor, y seremos convertidos; confesamos que somos prevenidos por la divina gracia.

CAP. VI. Modo de esta preparación.

Dispónense, pues, para la justificación, cuando movidos y ayudados por la gracia divina, y concibiendo la fe por el oído, se inclinan libremente a Dios, creyendo ser verdad lo que sobrenaturalmente ha revelado y prometido; y en primer lugar, que Dios justifica al pecador por su gracia adquirida en la redención por Jesucristo; y en cuanto reconociéndose por pecadores, y pasando del temor de la divina justicia, que últimamente los contrista, a considerar la misericordia de Dios, conciben esperanzas, de que Dios los mirará con misericordia por la gracia de Jesucristo, y comienzan a amarle como fuente de toda justicia; y por lo mismo se mueven contra sus pecados con cierto odio y detestación; esto es, con aquel arrepentimiento que deben tener antes del bautismo; y en fin, cuando proponen recibir este sacramento, empezar una vida nueva, y observar los mandamientos de Dios. De esta disposición es de la que habla la Escritura, cuando dice: El que se acerca a Dios debe creer que le hay, y que es remunerador de los que le buscan. Confía, hijo, tus pecados te son perdonados. Y, el temor de Dios ahuyenta al pecado. Y también: Haced penitencia, y reciba cada uno de vosotros el bautismo en el nombre de Jesucristo para la remisión de vuestros pecados, y lograréis el don del Espíritu Santo. Igualmente: Id pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándolas a observar cuanto os he encomendado. En fin: Preparad vuestros corazones para el Señor.

CAP. VII. Que sea la justificación del pecador, y cuáles sus causas.

A esta disposición o preparación se sigue la justificación en sí misma: que no sólo es el perdón de los pecados, sino también la santificación y renovación del hombre interior por la admisión voluntaria de la gracia y dones que la siguen; de donde resulta que el hombre de injusto pasa a ser justo, y de enemigo a amigo, para ser heredero en esperanza de la vida eterna. Las causas de esta justificación son: la final, la gloria de Dios, y de Jesucristo, y la vida eterna. La eficiente, es Dios misericordioso, que gratuitamente nos limpia y santifica, sellados y ungidos con el Espíritu Santo, que nos está prometido, y que es prenda de la herencia que hemos de recibir. La causa meritoria, es su muy amado unigénito Jesucristo, nuestro Señor, quien por la excesiva caridad con que nos amó, siendo nosotros enemigos, nos mereció con su santísima pasión en el árbol de la cruz la justificación, y satisfizo por nosotros a Dios Padre. La instrumental, además de estas, es el sacramento del bautismo, que es sacramento de fe, sin la cual ninguno jamás ha logrado la justificación. Ultimamente la única causa formal es la santidad de Dios, no aquella con que él mismo es santo, sino con la que nos hace santos; es a saber, con la que dotados por él, somos renovados en lo interior de nuestras almas, y no sólo quedamos reputados justos, sino que con verdad se nos llama así, y lo somos, participando cada uno de nosotros la santidad según la medida que le reparte el Espíritu Santo, como quiere, y según la propia disposición y cooperación de cada uno. Pues aunque nadie se puede justificar, sino aquel a quien se comunican los méritos de la pasión de nuestro Señor Jesucristo; esto, no obstante, se logra en la justificación del pecador, cuando por el mérito de la misma santísima pasión se difunde el amor de Dios por medio del Espíritu Santo en los corazones de los que se justifican, y queda inherente en ellos. Resulta de aquí que en la misma justificación, además de la remisión de los pecados, se difunden al mismo tiempo en el hombre por Jesucristo, con quien se une, la fe, la esperanza y la caridad; pues la fe, a no agregársele la esperanza y caridad, ni lo une perfectamente con Cristo, ni lo hace miembro vivo de su cuerpo. Por esta razón se dice con suma verdad: que la fe sin obras es muerta y ociosa; y también: que para con Jesucristo nada vale la circuncisión, ni la falta de ella, sino la fe que obra por la caridad. Esta es aquella fe que por tradición de los Apóstoles, piden los Catecúmenos a la Iglesia antes de recibir el sacramento del bautismo, cuando piden la fe que da vida eterna; la cual no puede provenir de la fe sola, sin la esperanza ni la caridad. De aquí es, que inmediatamente se les dan por respuesta las palabras de Jesucristo: Si quieres entrar en el cielo, observa los mandamientos. En consecuencia de esto, cuando reciben los renacidos o bautizados la verdadera y cristiana santidad, se les manda inmediatamente que la conserven en toda su pureza y candor como la primera estola, que en lugar de la que perdió Adan por su inobediencia, para sí y sus hijos, les ha dado Jesucrito con el fin de que se presenten con ella ante su tribunal, y logren la salvación eterna.

CAP. VIII. Cómo se entiende que el pecador se justifica por la fe, y gratuitamente.

Cuando dice el Apóstol que el hombre se justifica por la fe, y gratuitamente; se deben entender sus palabras en aquel sentido que adoptó, y ha expresado el perpetuo consentimiento de la Iglesia católicaa; es a saber, que en tanto se dice que somos justificados por la fe, en cuanto esta es principio de la salvación del hombre, fundamento y raíz de toda justificación, y sin la cual es imposible hacerse agradables a Dios, ni llegar a participar de la suerte de hijos suyos. En tanto también se dice que somos justificados gratuitamente, en cuanto ninguna de las cosas que preceden a la justificación, sea la fe, o sean las obras, merece la gracia de la justificación: porque si es gracia, ya no proviene de las obras: de otro modo, como dice el Apóstol, la gracia no sería gracia.

CAP. IX. Contra la vana confianza de los herejes.

Mas aunque sea necesario creer que los pecados ni se perdonan, ni jamás se han perdonado, sino gratuitamente por la misericordia divina, y méritos de Jesucristo; sin embargo no se puede decir que se perdonan, o se han perdonado a ninguno que haga ostentación de su confianza, y de la certidumbre de que sus pecados le están perdonados, y se fíe sólo en esta: pues puede hallarse entre los herejes y cismáticos, o por mejor decir, se halla en nuestros tiempos, y se preconiza con grande empeño contra la Iglesia católica, esta confianza vana, y muy ajena de toda piedad. Ni tampoco se puede afirmar que los verdaderamente justificados deben tener por cierto en su interior, sin el menor género de duda, que están justificados; ni que nadie queda absuelto de sus pecados, y se justifica, sino el que crea con certidumbre que está absuelto y justificado; ni que con sola esta creencia logra toda su perfección el perdón y justificación; como dando a entender, que el que no creyese esto, dudaría de las promesas de Dios, y de la eficacia de la muerte y resurrección de Jesucristo. Porque así como ninguna persona piadosa debe dudar de la misericordia divina, de los méritos de Jesucristo, ni de la virtud y eficacia de los sacramentos: del mismo modo todos pueden recelarse y temer respecto de su estado en gracia, si vuelven la consideración a sí mismos, y a su propia debilidad e indisposición; pues nadie puede saber con la certidumbre de su fe, en que no cabe engaño, que ha conseguido la gracia de Dios.

CAP. X. Del aumento de la justificación ya obtenida.

Justificados pues así, hechos amigos y domésticos de Dios, y caminando de virtud en virtud, se renuevan, como dice el Apóstol, de día en día; esto es, que mortificando su carne, y sirviéndose de ella como de instrumento para justificarse y santificarse, mediante la observancia de los mandamientos de Dios, y de la Iglesia, crecen en la misma santidad que por la gracia de Cristo han recibido, y cooperando la fe con las buenas obras, se justifican más; según está escrito: El que es justo, continúe justificándose. Y en otra parte: No te receles de justificarte hasta la muerte. Y además: Bien veis que el hombre se justifica por sus obras, y no solo por la fe. Este es el aumento de santidad que pide la Iglesia cuando ruega: Danos, Señor, aumento de fe, esperanza y caridad.

CAP. XI. De la observancia de los mandamientos, y de cómo es necesario y posible observarlos.

Pero nadie, aunque esté justificado, debe persuadirse que está exento de la observancia de los mandamientos, ni valerse tampoco de aquellas voces temerarias, y prohibidas con anatema por los Padres, es a saber: que la observancia de los preceptos divinos es imposible al hombre justificado. Porque Dios no manda imposibles; sino mandando, amonesta a que hagas lo que puedas, y a que pidas lo que no puedas; ayudando al mismo tiempo con sus auxilios para que puedas; pues no son pesados los mandamientos de aquel, cuyo yugo es suave, y su carga ligera. Los que son hijos de Dios, aman a Cristo; y los que le aman, como él mismo testifica, observan sus mandamientos. Esto por cierto, lo pueden ejecutar con la divina gracia; porque aunque en esta vida mortal caigan tal vez los hombres, por santos y justos que sean, a lo menos en pecados leves y cotidianos, que también se llaman veniales; no por esto dejan de ser justos; porque de los justos es aquella voz tan humilde como verdadera: Perdónanos nuestras deudas. Por lo que tanto más deben tenerse los mismos justos por obligados a andar en el camino de la santidad, cuanto ya libres del pecado, pero alistados entre los siervos de Dios, pueden, viviendo sobria, justa y piadosamente, adelantar en su aprovechamiento con la gracia de Jesucristo, qu fue quien les abrió la puerta para entrar en esta gracia. Dios por cierto, no abandona a los que una vez llegaron a justificarse con su gracia, como estos no le abandonen primero. En consecuencia, ninguno debe engreírse porque posea sola la fe, persuadiéndose de que sólo por ella está destinado a ser heredero, y que ha de conseguir la herencia, aunque no sea partícipe con Cristo de su pasión, para serlo también de su gloria; pues aun el mismo Cristo, como dice el Apóstol: Siendo hijo de Dios aprendió a ser obediente en las mismas cosas que padeció, y consumada su pasión, pasó a ser la causa de la salvación eterna de todos los que le obedecen. Por esta razón amonesta el mismo Apóstol a los justificados, diciendo: ¿Ignoráis que los que corren en el circo, aunque todos corren, uno solo es el que recibe el premio? Corred, pues, de modo que lo alcancéis. Yo en efecto corro, no como a objeto incierto; y peleo, no como quien descarga golpes en el aire; sino mortifico mi cuerpo, y lo sujeto; no sea que predicando a otros, yo me condene. Además de esto, el Príncipe de los Apóstoles san Pedro dice: Anhelad siempre por asegurar con vuestras buenas obras vuestra vocación y elección; pues procediendo así, nunca pecaréis. De aquí consta que se oponen a la doctrina de la religión católica los que dicen que el justo peca en toda obra buena, a lo menos venialmente, o lo que es más intolerable, que merece las penas del infierno; así como los que afirman que los justos pecan en todas sus obras, si alentando en la ejecución de ellas su flojedad, y exhortándose a correr en la palestra de esta vida, se proponen por premio la bienaventuranza, con el objeto de que principalmente Dios sea glorificado; pues la Escritura dice: Por la recompensa incliné mi corazón a cumplir tus mandamientos que justifican. Y de Moisés dice el Apóstol, que tenía presente, o aspiraba a la remuneración.

CAP. XII. Debe evitarse la presunción de creer temerariamente su propia predestinación.

Ninguno tampoco, mientras se mantiene en esta vida mortal, debe estar tan presuntuosamente persuadido del profundo misterio de la predestinación divina, que crea por cierto es seguramente del número de los predestinados; como si fuese constante que el justificado, o no puede ya pecar, o deba prometerse, si pecare, el arrepentimiento seguro; pues sin especial revelación, no se puede sabe quiénes son los que Dios tiene escogidos para sí.

CAP. XIII. Del don de la perseverancia.

Lo mismo se ha de creer acerca del don de la perseverancia, del que dice la Escritura: El que perseverare hasta el fin, se salvará: lo cual no se puede obtener de otra mano que de la de aquel que tiene virtud de asegurar al que está en pie para que continúe así hasta el fin, y de levantar al que cae. Ninguno se prometa cosa alguna cierta con seguridad absoluta; no obstante que todos deben poner, y asegurar en los auxilios divinos la más firme esperanza de su salvación. Dios por cierto, a no ser que los hombres dejen de corresponder a su gracia, así como principió la obra buena, la llevará a su perfección, pues es el que causa en el hombre la voluntad de hacerla, y la ejecución y perfección de ella. No obstante, los que se persuaden estar seguros, miren no caigan; y procuren su salvación con temor y temblor, por medio de trabajos, vigilias, limosnas, oraciones, oblaciones, ayunos y castidad: pues deben estar poseídos de temor, sabiendo que han renacido a la esperanza de la gloria, mas todavía no han llegado a su posesión saliendo de los combates que les restan contra la carne, contra el mundo y contra el demonio; en los que no pueden quedar vencedores sino obedeciendo con la gracia de Dios al Apóstol san Pablo, que dice: Somos deudores, no a la carne para que vivamos según ella: pues si viviéreis según la carne, moriréis; mas si mortificareis con el espíritu las acciones de la carne, viviréis.

CAP. XIV. De los justos que caen en pecado, y de su reparación.

Los que habiendo recibido la gracia de la justificación, la perdieron por el pecado, podrán otra vez justificarse por los méritos de Jesucristo, procurando, excitados con el auxilio divino, recobrar la gracia perdida, mediante el sacramento de la Penitencia. Este modo pues de justificación, es la reparación o restablecimiento del que ha caído en pecado; la misma que con mucha propiedad han llamado los santos Padres segunda tabla después del naufragio de la gracia que perdió. En efecto, por los que después del bautismo caen en el pecado, es por los que estableció Jesucristo el sacramento de la Penitencia, cuando dijo: Recibid el Espíritu Santo: a los que perdonáreis los pecados, les quedan perdonados; y quedan ligados los de aquellos que dejeis sin perdonar. Por esta causa se debe enseñar, que es mucha la diferencia que hay entre la penitencia del hombre cristiano después de su caída, y la del bautismo; pues aquella no sólo incluye la separación del pecado, y su detestación, o el corazón contrito y humillado; sino también la confesión sacramental de ellos, a lo menos en deseo para hacerla a su tiempo, y la absolución del sacerdote; y además de estas, la satisfacción por medio de ayunos, limosnas, oraciones y otros piadosos ejercicios de la vida espiritual: no de la pena eterna, pues esta se perdona juntamente con la culpa o por el sacramento, o por el deseo de él; sino de la pena temporal, que según enseña la sagrada Escritura, no siempre, como sucede en el bautismo, se perdona toda a los que ingratos a la divina gracia que recibieron, contristaron al Espíritu Santo, y no se avergonzaron de profanar el templo de Dios. De esta penitencia es de la que dice la Escritura: Ten presente de qué estado has caído: haz penitencia, y ejecuta las obras que antes. Y en otra parte: La tristeza que es según Dios, produce una penitencia permanente para conseguir la salvación. Y además: Haced penitencia, y haced frutos dignos de penitencia.

CAP. XV. Con cualquier pecado mortal se pierde la gracia, pero no la fe.

Se ha de tener también por cierto, contra los astutos ingenios de algunos que seducen con dulces palabras y bendiciones los corazones inocentes, que la gracia que se ha recibido en la justificación, se pierde no solamente con la infidelidad, por la que perece aún la misma fe, sino también con cualquiera otro pecado mortal, aunque la fe se conserve: defendiendo en esto la doctrina de la divina ley, que excluye del reino de Dios, no sólo los infieles, sino también los fieles que caen en la fornicación, los adúlteros, afeminados, sodomitas, ladrones, avaros, vinosos, maldicientes, arrebatadores, y todos los demás que caen en pecados mortales; pues pueden abstenerse de ellos con el auxilio de la divina gracia, y quedan por ellos separados de la gracia de Cristo.

CAP. XVI. Del fruto de la justificación; esto es, del mérito de las buenas obras, y de la esencia de este mismo mérito.

A las personas que se hayan justificado de este modo, ya conserven perpetuamente la gracia que recibieron, ya recobren la que perdieron, se deben hacer presentes las palabras del Apóstol san Pablo: Abundad en toda especie de obras buenas; bien entendidos de que vuestro trabajo no es en vano para con Dios; pues no es Dios injusto de suerte que se olvide de vuestras obras, ni del amor que manifestásteis en su nombre. Y: No perdáis vuestra confianza, que tiene un gran galardón. Y esta es la causa porque a los que obran bien hasta la muerte, y esperan en Dios, se les debe proponer la vida eterna, ya como gracia prometida misericordiosamente por Jesucristo a los hijos de Dios, ya como premio con que se han de recompensar fielmente, según la promesa de Dios, los méritos y buenas obras. Esta es, pues, aquella corona de justicia que decía el Apóstol le estaba reservada para obtenerla después de su contienda y carrera, la misma que le había de adjudicar el justo Juez, no solo a él, sino también a todos los que desean su santo advenimiento. Pues como el mismo Jesucristo difunda perennemente su virtud en los justificados, como la cabeza en los miembros, y la cepa en los sarmientos; y constante que su virtud siempre antecede, acompaña y sigue a las buenas obras, y sin ella no podrían ser de modo alguno aceptas ni meritorias ante Dios; se debe tener por cierto, que ninguna otra cosa falta a los mismos justificados para creer que han satisfecho plenamente a la ley de Dios con aquellas mismas obras que han ejecutado, según Dios, con proporción al estado de la vida presente; ni para que verdaderamente hayan merecido la vida eterna (que conseguirán a su tiempo, si murieren en gracia): pues Cristo nuestro Salvador dice: Si alguno bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed por toda la eternidad, sino logrará en sí mismo una fuente de agua que corra por toda la vida eterna. En consecuencia de esto, ni se establece nuestra justificación como tomada de nosotros mismos, ni se desconoce, ni desecha la santidad que viene de Dios; pues la santidad que llamamos nuestra, porque estando inherente en nosotros nos justifica, esa misma es de Dios: porque Dios nos la infunde por los méritos de Cristo. Ni tampoco debe omitirse, que aunque en la sagrada Escritura se de a las buenas obras tanta estimación, que promete Jesucristo no carecerá de su premio el que de a uno de sus pequeñuelos de beber agua fría; y testifique el Apóstol, que el peso de la tribulación que en este mundo es momentáneo y ligero, nos da en el cielo un excesivo y eterno peso de gloria; sin embargo no permita Dios que el cristiano confíe, o se gloríe en sí mismo, y no en el Señor; cuya bondad es tan grande para con todos los hombres, que quiere sean méritos de estos los que son dones suyos. Y por cuanto todos caemos en muchas ofensas, debe cada uno tener a la vista así como la misericordia y bondad, la severidad y el juicio: sin que nadie sea capaz de calificarse a sí mismo, aunque en nada le remuerda la conciencia; pues no se ha de examinar ni juzgar toda la vida de los hombres en tribunal humano, sino en el de Dios, quien iluminará los secretos de las tinieblas, y manifestará los designios del corazón y entonces logrará cada uno la alabanza y recompensa de Dios, quien, como está escrito, les retribuirá según sus obras.

Después de explicada esta católica doctrina de la justificación, tan necesaria, que si alguno no la admitiere fiel y firmemente, no se podrá justificar, ha decretado el santo Concilio agregar los siguientes cánones, para que todos sepan no sólo lo que deben adoptar y seguir, sino también lo que han de evitar y huir.

Cánones sobre la justificación

CAN. I. Si alguno dijere, que el hombre se puede justificar para con Dios por sus propias obras, hechas o con solas las fuerzas de la naturaleza, o por la doctrina de la ley, sin la divina gracia adquirida por Jesucristo; sea excomulgado.

CAN. II. Si alguno dijere, que la divina gracia, adquirida por Jesucristo, se confiere únicamente para que el hombre pueda con mayor facilidad vivir en justicia, y merecer la vida eterna; como si por su libre albedrío, y sin la gracia pudiese adquirir uno y otro, aunque con trabajo y dificultad; sea excomulgado.

CAN. III. Si alguno dijere, que el hombre, sin que se le anticipe la inspiración del Espíritu Santo, y sin su auxilio, puede creer, esperar, amar, o arrepentirse según conviene, para que se le confiera la gracia de la justificación; sea excomulgado.

CAN. IV. Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre movido y excitado por Dios, nada coopera asintiendo a Dios que le excita y llama para que se disponga y prepare a lograr la gracia de la justificación; y que no puede disentir, aunque quiera, sino que como un ser inanimado, nada absolutamente obra, y solo se ha como sujeto pasivo; sea excomulgado.

CAN. V. Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre está perdido y extinguido después del pecado de Adan; o que es cosa de solo nombre, o más bien nombre sin objeto, y en fin ficción introducida por el demonio en la Iglesia; sea excomulgado.

CAN. VI. Si alguno dijere, que no está en poder del hombre dirigir mal su vida, sino que Dios hace tanto las malas obras, como las buenas, no sólo permitiéndolas, sino ejecutándolas con toda propiedad, y por sí mismo; de suerte que no es menos propia obra suya la traición de Judas, que la vocación de san Pablo; sea excomulgado.

CAN. VII. Si alguno dijere, que todas las obras ejecutadas antes de la justificación, de cualquier modo que se hagan, son verdaderamente pecados, o merecen el odio de Dios; o que con cuanto mayor ahinco procura alguno disponerse a recibir la gracia, tanto más gravemente peca; sea excomulgado.

CAN. VIII. Si alguno dijere, que el temor del infierno, por el cual doliéndonos de los pecados, nos acogemos a la misericordia de Dios, o nos abstenemos de pecar, es pecado, o hace peores a los pecadores; sea excomulgado.

CAN. IX. Si alguno dijere, que el pecador se justifica con sola la fe, entendiendo que no se requiere otra cosa alguna que coopere a conseguir la gracia de la justificación; y que de ningún modo es necesario que se prepare y disponga con el movimiento de su voluntad; sea excomulgado.

CAN. X. Si alguno dijere, que los hombres son justos sin aquella justicia de Jesucristo, por la que nos mereció ser justificados, o que son formalmente justos por aquella misma; sea excomulgado.

CAN. XI. Si alguno dijere que los hombres se justifican o con sola la imputación de la justicia de Jesucristo, o con solo el perdón de los pecados, excluida la gracia y caridad que se difunde en sus corazones, y queda inherente en ellos por el Espíritu Santo; o también que la gracia que nos justifica, no es otra cosa que el favor de Dios; sea excomulgado.

CAN. XII. Si alguno dijere, que la fe justificante no es otra cosa que la confianza en la divina misericordia, que perdona los pecados por Jesucristo; o que sola aquella confianza es la que nos justifica; sea excomulgado.

CAN. XIII. Si alguno dijere, que es necesario a todos los hombres para alcanzar el perdón de los pecados creer con toda certidumbre, y sin la menor desconfianza de su propia debilidad e indisposición, que les están perdonados los pecados; sea excomulgado.

CAN. XIV. Si alguno dijere, que el hombre queda absuelto de los pecados, y se justifica precisamente porque cree con certidumbre que está absuelto y justificado; o que ninguno lo está verdaderamente sino el que cree que lo está; y que con sola esta creencia queda perfecta la absolución y justificación; sea excomulgado.

CAN. XV. Si alguno dijere, que el hombre renacido y justificado está obligado a creer de fe que él es ciertamente del número de los predestinados; sea excomulgado.

CAN. XVI. Si alguno dijere con absoluta e infalible certidumbre, que ciertamente ha de tener hasta el fin el gran don de la perseverancia, a no saber esto por especial revelación; sea excomulgado.

CAN. XVII. Si alguno dijere, que no participan de la gracia de la justificación sino los predestinados a la vida eterna; y que todos los demás que son llamados, lo son en efecto, pero no reciben gracia, pues están predestinados al mal por el poder divino; sea excomulgado.

CAN. XVIII. Si alguno dijere, que es imposible al hombre aun justificado y constituido en gracia, observar los mandamientos de Dios; sea excomulgado.

CAN. XIX. Si alguno dijere, que el Evangelio no intima precepto alguno más que el de la fe, que todo lo demás es indiferente, que ni está mandado, ni está prohibido, sino que es libre; o que los diez mandamientos no hablan con los cristianos; sea excomulgado.

CAN. XX. Si alguno dijere, que el hombre justificado, por perfecto que sea, no está obligado a observar los mandamientos de Dios y de la Iglesia, sino sólo a creer; como si el Evangelio fuese una mera y absoluta promesa de la salvación eterna sin la condición de guardar los mandamientos; sea excomulgado.

CAN. XXI. Si alguno dijere, que Jesucristo fue enviado por Dios a los hombres como redentor en quien confíen, pero no como legislador a quien obedezcan; sea excomulgado.

CAN. XXII. Si alguno dijere, que el hombre justificado puede perseverar en la santidad recibida sin especial auxilio de Dios, o que no puede perseverar con él; sea excomulgado.

CAN. XXIII. Si alguno dijere, que el hombre una vez justificado no puede ya más pecar, ni perder la gracia, y que por esta causa el que cae y peca nunca fue verdaderamente justificado; o por el contrario que puede evitar todos los pecados en el discurso de su vida, aun los veniales, a no ser por especial privilegio divino, como lo cree la Iglesia de la bienaventurada virgen María; sea excomulgado.

CAN. XXIV. Si alguno dijere, que la santidad recibida no se conserva, ni tampoco se aumenta en la presencia de Dios, por las buenas obras; sino que estas son únicamente frutos y señales de la justificación que se alcanzó, pero no causa de que se aumente; sea excomulgado.

CAN. XXV. Si alguno dijere, que el justo peca en cualquiera obra buena por lo menos venialmente, o lo que es más intolerable, mortalmente, y que merece por esto las penas del infierno; y que si no se condena por ellas, es precisamente porque Dios no le imputa aquellas obras para su condenación; sea excomulgado.

CAN. XXVI. Si alguno dijere, que los justos por las buenas obras que hayan hecho según Dios, no deben aguardar ni esperar de Dios retribución eterna por su misericordia, y méritos de Jesucristo, si perseveraren hasta la muerte obrando bien, y observando los mandamientos divinos; sea excomulgado.

CAN. XXVII. Si alguno dijere, que no hay más pecado mortal que el de la infidelidad, o que, a no ser por este, con ningún otro, por grave y enorme que sea, se pierde la gracia que una vez se adquirió; sea excomulgado.

CAN. XXVIII. Si alguno dijere, que perdida la gracia por el pecado, se pierde siempre, y al mismo tiempo la fe; o que la fe que permanece no es verdadera fe, bien que no sea fe viva; o que el que tiene fe sin caridad no es cristiano; sea excomulgado.

CAN. XXIX. Si alguno dijere, que el que peca después del bautismo no puede levantarse con la gracia de Dios; o que ciertamente puede, pero que recobra la santidad perdida con sola la fe, y sin el sacramento de la penitencia, contra lo que ha profesado, observado y enseñado hasta el presente la santa Romana, y universal Iglesia instruida por nuestro Señor Jesucristo y sus Apóstoles; sea excomulgado.

CAN. XXX. Si alguno dijere, que recibida la gracia de la justificación, de tal modo se le perdona a todo pecador arrepentido la culpa, y se le borra el reato de la pena eterna, que no le queda reato de pena alguna temporal que pagar, o en este siglo, o en el futuro en el purgatorio, antes que se le pueda franquear la entrada en el reino de los cielos; sea excomulgado.

CAN. XXXI. Si alguno dijere, que el hombre justificado peca cuando obra bien con respecto a remuneración eterna; sea excomulgado.

CAN. XXXII. Si alguno dijere, que las buenas obras del hombre justificado de tal modo son dones de Dios, que no son también méritos buenos del mismo justo; o que este mismo justificado por las buenas obras que hace con la gracia de Dios, y méritos de Jesucristo, de quien es miembro vivo, no merece en realidad aumento de gracia, la vida eterna, ni la consecución de la gloria si muere en gracia, como ni tampoco el aumento de la gloria; sea excomulgado.

CAN. XXXIII. Si alguno dijere, que la doctrina católica sobre la justificación expresada en el presente decreto por el santo Concilio, deroga en alguna parte a la gloria de Dios, o a los méritos de Jesucristo nuestro Señor; y no más bien que se ilustra con ella la verdad de nuestra fe, y finalmente la gloria de Dios, y de Jesucristo; sea excomulgado.

DECRETO SOBRE LA REFORMA

CAP. I. Conviene que los Prelados residan en su iglesias: se innovan contra los que no residan las penas del derecho antiguo, y se decretan otras del nuevo.

Resuelto ya el mismo sacrosanto Concilio, con los mismos Presidentes y Legados de la Sede Apostólica, a emprender el restablecimiento de la disciplina eclesiástica en tanto grado decaída, y a poner enmienda en las depravadas costumbres del clero y pueblo cristiano; ha tenido por conveniente principiar por los que gobiernan las iglesias mayores: siendo constante que la salud, o probidad de los súbditos pende de la integridad de los que mandan. Confiando, pues, que por la misericordia de Dios nuestro Señor, y cuidadosa providencia de su Vicario en la tierra, se logrará ciertamente, que según las venerables disposiciones de los santos Padres se elijan para el gobierno de las iglesias (carga por cierto temible a las fuerzas de los Angeles) los que con excelencia sean más dignos, y de quienes consten honoríficos testimonios de su primera vida, y de toda su edad loablemente pasada desde la niñez hasta la edad perfecta, por todos los ejercicios y ministerios de la disciplina eclesiástica; amonesta, y quiere se tengan por amonestados todos los que gobiernan iglesias Patriarcales, Primadas, Metropolitanas, Catedrales, y cualesquiera otras, bajo cualquier nombre y título que sea, a fin de que poniendo atención sobre sí mismos, y sobre todo el rebaño a que los asignó el Espíritu Santo para gobernar la Iglesia de Dios, que la adquirió con su sangre; velen, como manda el Apóstol, trabajen en todo, y cumplan con su ministerio. Mas sepan que no pueden cumplir de modo alguno con él, si abandonan como mercenarios la grey que se les ha encomendado, y dejan de dedicarse a la custodia de sus ovejas, cuya sangre ha de pedir de sus manos el supremo juez; siendo indubitable que no se admite al pastor la excusa de que el lobo se comió las ovejas, sin que él tuviese noticia. No obstante por cuanto se hallan algunos en este tiempo, lo que es digno de vehemente dolor, que olvidados aun de su propia salvación, y prefiriendo los bienes terrenos a los celestes, y los humanos a los divinos, andan vagando en diversas cortes, o se detienen ocupados en agenciar negocios temporales, desamparada su grey, y abandonando el cuidado de las ovejas que les están encomendadas; ha resuelto el sacrosanto Concilio innovar los antiguos cánones promulgados contra los que no residen, que ya por injuria de los tiempos y personas, casi no están en uso; como en efecto los innova en virtud del presente decreto; determinando también para asegurar más su residencia, y reformar las costumbres de la Iglesia, establecer y ordenar otras cosas del modo que se sigue. Si alguno se detuviere por seis meses continuos fuera de su diócesis y ausente de su iglesia, sea Patriarcal, Primada, Metropolitana o Catedral, encomendada a él bajo cualquier título, causa, nombre o derecho que sea; incurra ipso jure, por dignidad, grado o preeminencia que le distinga, luego que cese el impedimento legítimo y las justas y racionales causas que tenía, en la pena de perder la cuarta parte de los frutos de un año, que se han de aplicar por el superior eclesiástico a la fábrica de la iglesia, y a los pobres del lugar. Si perseverase ausente por otros seis meses, pierda por el mismo hecho otra cuarta parte de los frutos, a la que se ha de dar el mismo destino. Mas si crece su contumacia, para que experimente la censura más severa de los sagrados cánones; esté obligado el Metropolitano a denunciar los Obispos sufragáneos ausentes, y el Obispo sufragáneo más antiguo que resida al Metropolitano ausente, (so pena de incurrir por el mismo hecho en el entredicho de entrar en la iglesia) dentro de tres meses, por cartas, o por un enviado, al Romano Pontífice, quien podrá, según lo pidiere la mayor o menor contumacia del reo, proceder por la autoridad de su suprema sede, contra los ausentes, y proveer las mismas iglesias de pastores más útiles, según viere en el Señor que sea más conveniente y saludable.

CAP. II. No puede ausentarse ninguno que obtiene beneficio que pida residencia personal, sino por causa racional que apruebe el Obispo; quien en este caso ha de substituir un vicario dotado con parte de los frutos, para que de pasto espiritual a las almas.

Todos los eclesiásticos inferiores a los Obispos, que obtienen cualesquier beneficios eclesiásticos que pidan residencia personal, o de derecho, o por costumbre, sean obligados a residir por sus Ordinarios, valiéndose estos de los remedios oportunos establecidos en el derecho; del modo que les parezca conveniente al buen gobierno de las iglesias, y al aumento del culto divino, y teniendo consideración a la calidad de los lugares y personas; sin que a nadie sirvan los privilegios o indultos perpetuos para no residir, o para percibir los frutos estando ausentes. Los permisos y dispensas temporales, solo concedidas con verdaderas y racionales causas, que han de ser aprobadas legítimamente ante el Ordinario, deben permanecer en todo su vigor; no obstante, en estos casos será obligación de los Obispos, como delegados en esta parte de la Sede Apostólica, dar providencia para que de ningún modo se abandone el cuidado de las almas, deputando vicarios capaces, y asignándoles congrua suficiente de los frutos: sin que en este particular sirva a nadie privilegio alguno o exención.

CAP. III. Corrija el Ordinario del lugar los excesos de los clérigos seculares, y de los regulares que viven fuera de su monasterio.

Atiendan los Prelados eclesiásticos con prudencia y esmero a corregir los excesos de sus súbditos; y ningún clérigo secular, en caso de delinquir, se crea seguro, bajo el pretexto de cualquier privilegio personal, así como ningún regular que more fuera de su monasterio, ni aun bajo el pretexto de los privilegios de su orden; de que no podrán ser visitados, castigados y corregidos conforme a lo dispuesto en los sagrados cánones, por el Ordinario, como delegado en esto de la Sede Apostólica.

CAP. IV. Visiten el Obispo y demás Prelados mayores, siempre que fuere necesario, cualesquiera iglesias menores; sin que nada pueda obstar a este decreto.

Los cabildos de las iglesias catedrales y otras mayores, y sus individuos, no puedan fundarse en exención ninguna, costumbres, sentencias, juramentos, ni concordias que sólo obliguen a sus autores, y no a los que les sucedan, para oponerse a que sus Obispos, y otros Prelados mayores, o por sí solos, o en compañía de otras personas que les parezca, puedan, aun con autoridad Apostólica, visitarlos, corregirlos y enmendarlos, según los sagrados cánones, en cuantas ocasiones fuere necesario.

CAP. V. No ejerzan los Obispos autoridad episcopal, ni hagan órdenes en ajena diócesis.

No sea lícito a Obispo alguno, bajo pretexto de ningún privilegio, ejercer autoridad episcopal en la diócesis de otro, a no tener expresa licencia del Ordinario del lugar; y esto solo sobre personas sujetas a este Ordinario: si hiciese lo contrario, quede el Obispo suspenso de ejercer su autoridad episcopal, y los así ordenados del ministerio de sus órdenes.

ASIGNACIÓN DE LA SESIÓN SIGUIENTE

¿Tenéis a bien que se celebre la próxima futura Sesión en el jueves, feria quinta después de la primera Dominica de la Cuaresma próxima, que será el día 3 de marzo? Respondieron: Así lo queremos.


LOS SACRAMENTOS

SESION VII

Celebrada en el día 3 de marzo de 1517.

DECRETO SOBRE LOS SACRAMENTOS

Proemio

Para perfección de la saludable doctrina de la justificación, promulgada con unánime consentimiento de los Padres, en la Sesión próxima antecedente; ha parecido oportuno tratar de los santos Sacramentos de la Iglesia, por los que o comienza toda verdadera santidad, o comenzada se aumenta, o perdida se recobra. Con este motivo, y con el fin de disipar los errores, y extirpar las herejías, que en este tiempo se han suscitado acerca de los santos Sacramentos, en parte de las herejías antiguamente condenadas por los Padres, y en parte de las que se han inventado de nuevo, que son en extremo perniciosas a la pureza de la Iglesia católica, y a la salvación de las almas; el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido por los mismos Legados de la Sede Apostólica, insistiendo en la doctrina de la sagrada Escritura, en las tradiciones Apostólicas, y consentimiento de otros concilios, y de los Padres, ha creído deber establecer y decretar los presentes cánones, ofreciendo publicar después, con el auxilio del Espíritu Santo, los demás que faltan para la perfección de la obra comenzada.

Cánones de los Sacramentos en común

CAN. I. Si alguno dijere, que los Sacramentos de la nueva ley no fueron todos instituidos por Jesucristo nuestro Señor; o que son más o menos que siete, es a saber: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Extremaunción, Orden y Matrimonio; o también que alguno de estos siete no es Sacramento con toda verdad, y propiedad; sea excomulgado.

CAN. II. Si alguno dijere, que estos mismos Sacramentos de la nueva ley no se diferencian de los sacramentos de la ley antigua, sino en cuanto son distintas ceremonias, y ritos externos diferentes; sea excomulgado.

CAN. III. Si alguno dijere, que estos siete Sacramentos son tan iguales entre sí, que por circunstancia ninguna es uno más digno que otro; sea excomulgado.

CAN. IV. Si alguno dijere, que los Sacramentos de la nueva ley no son necesarios, sino superfluos para salvarse; y que los hombres sin ellos, o sin el deseo de ellos, alcanzan de Dios por sola la fe, la gracia de la justificación; bien que no todos sean necesarios a cada particular; sea excomulgado.

CAN. V. Si alguno dijere, que se instituyeron estos Sacramentos con solo el preciso fin de fomentar la fe; sea excomulgado.

CAN. VI. Si alguno dijere, que los Sacramentos de la nueva ley no contienen en sí la gracia que significan; o que no confieren esta misma gracia a los que no ponen obstáculo; como si sólo fuesen señales extrínsecas de la gracia o santidad recibida por la fe, y ciertos distintivos de la profesión de cristianos, por los cuales se diferencian entre los hombres los fieles de los infieles; sea excomulgado.

CAN. VII. Si alguno dijere, que no siempre, ni a todos se da gracia por estos Sacramentos, en cuanto está de parte de Dios, aunque los reciban dignamente; sino que la dan alguna vez, y a algunos; sea excomulgado.

CAN. VIII. Si alguno dijere, que por los mismos Sacramentos de la nueva ley no se confiere gracia ex opere operato, sino que basta para conseguirla sola la fe en las divinas promesas; sea excomulgado.

CAN. IX. Si alguno dijere, que por los tres Sacramentos, Bautismo, Confirmación y Orden, no se imprime carácter en el alma, esto es, cierta señal espiritual e indeleble, por cuya razón no se pueden reiterar estos Sacramentos; sea excomulgado.

CAN. X. Si alguno dijere, que todos los cristianos tienen potestad de predicar, y de administrar todos los Sacramentos; sea excomulgado.

CAN. XI. Si alguno dijere, que no se requiere en los ministros cuando celebran, y confieren los Sacramentos, intención de hacer por lo menos lo mismo que hace la Iglesia; sea excomulgado.

CAN. XII: Si alguno dijere, que el ministro que está en pecado mortal no efectúa Sacramento, o no lo confiere, aunque observe cuantas cosas esenciales pertenecen a efectuarlo o conferirlo; sea excomulgado.

CAN. XIII: Si alguno dijere, que se pueden despreciar u omitir por capricho y sin pecado por los ministros, los ritos recibidos y aprobados por la Iglesia católica, que se acostumbran practicar en la administración solemne de los Sacramentos; o que cualquier Pastor de las iglesias puede mudarlos en otros nuevos; sea excomulgado.

Cánones del Bautismo

CAN. I. Si alguno dijere, que el bautismo de san Juan tuvo la misma eficacia que el Bautismo de Cristo; sea excomulgado.

CAN. II. Si alguno dijere, que el agua verdadera y natural no es necesaria para el sacramento del Bautismo, y por este motivo torciere a algún sentido metafórico aquellas palabras de nuestro Señor Jesucristo: Quien no renaciere del agua, y del Espíritu Santo; sea excomulgado.

CAN. III. Si alguno dijere, que no hay en la Iglesia Romana, madre y maestra de todas las iglesias, verdadera doctrina sobre el sacramento del Bautismo; sea excomulgado.

CAN. IV. Si alguno dijere, que el Bautismo, aun el que confieren los herejes en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, con intención de hacer lo que hace la Iglesia, no es verdadero Bautismo; sea excomulgado.

CAN. V. Si alguno dijere, que el Bautismo es arbitrario, esto es, no preciso para conseguir la salvación; sea excomulgado.

CAN. VI. Si alguno dijere, que el bautizado no puede perder la gracia, aunque quiera, y por más que peque; como no quiera dejar de creer; sea excomulgado.

CAN. VII. Si alguno dijere, que los bautizados sólo están obligados en fuerza del mismo Bautismo a guardar la fe, pero no a la observancia de toda la ley de Jesucristo; sea excomulgado.

CAN. VIII. Si alguno dijere, que los bautizados están exentos de la observancia de todos los preceptos de la santa Iglesia, escritos, o de tradición, de suerte que no estén obligados a observarlos, a no querer voluntariamente someterse a ellos; sea excomulgado.

CAN. IX. Si alguno dijere, que de tal modo se debe inculcar en los hombres la memoria del Bautismo que recibieron, que lleguen a entender son írritos en fuerza de la promesa ofrecida en el Bautismo, todos los votos hechos después de él, como si por ellos se derogase a la fe que profesaron, y al mismo Bautismo; sea excomulgado.

CAN. X. Si alguno dijere, que todos los pecados cometidas después del Bautismo, se perdonan, o pasan a ser veniales con solo el recuerdo, y fe del Bautismo recibido; sea excomulgado.

CAN. XI. Si alguno dijere, que el Bautismo verdadero, y debidamente administrado se debe reiterar al que haya negado la fe de Jesucristo entre los infieles cuando se convierte a penitencia; sea excomulgado.

CAN. XII. Si alguno dijere, que nadie se debe bautizar sino de la misma edad que tenía Cristo cuando fue bautizado, o en el mismo artículo de la muerte; sea excomulgado.

CAN. XIII. Si alguno dijere, que los párvulos después de recibido el Bautismo, no se deben contar entre los fieles, por cuanto no hacen acto de fe, y que por esta causa se deben rebautizar cuando lleguen a la edad y uso de la razón: o que es más conveniente dejar de bautizarlos, que el conferirles el Bautismo en sola la fe de la Iglesia, sin que ellos crean con acto suyo propio; sea excomulgado.

CAN. XIV. Si alguno dijere, que se debe preguntar a los mencionados párvulos cuando lleguen al uso de la razón, si quieren dar por bien hecho lo que al bautizarlos prometieron los padrinos en su nombre, y que si respondieren que no, se les debe dejar a su arbitrio, sin precisarlos entre tanto a vivir cristianamente con otra pena mas que separarlos de la participación de la Eucaristía, y demás Sacramentos, hasta que se conviertan; sea excomulgado.

Canones de la Confirmación

CAN. I. Si alguno dijere, que la Confirmación de los bautizados es ceremonia inútil, y no por el contrario, verdadero y propio Sacramento; o dijere, que no fue antiguamente mas que cierta instrucción en que los niños próximos a entrar en la adolescencia, exponían ante la Iglesia los fundamentos de su fe; sea excomulgado.

CAN. II. Si alguno dijere, que son injuriosos al Espíritu Santo los que atribuyen alguna virtud al sagrado crisma de la Confirmación; sea excomulgado.

CAN. III. Si alguno dijere, que el ministro ordinario de la santa Confirmación, es no solo el Obispo sino cualquier mero sacerdote; sea excomulgado.

DECRETO SOBRE LA REFORMA

Intentando el mismo sacrosanto Concilio, como los mismos Presidentes y Legados, continuar a gloria de Dios, y aumento de la religión cristiana, la materia principiada de la residencia y reforma, juzgó debía establecer lo que se sigue, salva siempre en todo la autoridad de la Sede Apostólica.

CAP. I. Qué personas son aptas para el gobierno de las iglesias catedrales.

No se elija para el gobierno de las iglesias catedrales persona alguna que no sea nacida de legítimo matrimonio, de edad madura, de graves costumbres, e instruida en las ciencias, según la constitución de Alejandro III, que principia: Cum in cunctis, promulgada en el concilio de Letran.

CAP. II. Se manda a los que obtienen muchas iglesias catedrales, que las renuncien todas con cierto orden y tiempo, a excepción de una sola.

Ninguna persona, de cualquier dignidad, grado o preeminencia que sea, presuma admitir y retener a un mismo tiempo, contra lo establecido en los sagrados cánones, muchas iglesias metropolitanas o catedrales, en título, o por encomienda, ni bajo cualquiera otro nombre; debiéndose tener por muy feliz el que logre gobernar bien una sola con frato y aprovechamiento de las almas que le están encomendadas. Los que obtienen al presente muchas iglesias contra el tenor de este decreto, queden obligados a renunciarlas todas (a excepción de una sola que elegirán a su voluntad) dentro de seis meses, si pertenecen a la disposición libre de la Sede Apostólica, y si no pertenecen, dentro de un año. A no hacerlo así, téngase por el mismo hecho dichas iglesias por vacantes, a excepción de sola la última que obtuvo.

CAP. III. Confiéranse los beneficios solo a personas hábiles.

Los beneficios eclesiásticos inferiores, en especial los que tienen cura de almas, se han de conferir a personas dignas, hábiles y que puedan residir en el lugar del beneficio, y ejercer por sí mismas el cuidado pastoral, según la constitución de Alejandro III, que principia: Quia nonnulli, publicada en el concilio de Letran; y otra de Gregorio X, en el general de León, que principia: Licet canon. Las colaciones o provisiones que no se hagan así, irrítense absolutamente; y el Ordinario que las haga, sepa que incurre en las penas del decreto del concilio general, que comienza: Grave nimis.

CAP. IV. El que retenga muchos beneficios contra los cánones, queda privado de ellos.

Cualquiera que en adelante presuma admitir y retener a un mismo tiempo muchos beneficios eclesiásticos curados, o incompatibles por cualquiera otro motivo, ya por vía de unión mientras dure su vida, ya de encomienda perpetua, o con cualquiera otro nombre y título, y contra la forma de los sagrados cánones, y en especial contra la constitución de Inocencio III, que principia: De multa; quede privado ipso jure de los tales beneficios, como dispone la misma constitución, y también en fuerza del presente canon.

CAP. V. Los que obtienen muchos beneficios curados exhiban sus dispensas al Ordinario, el cual provea las iglesias de vicarios, asignándoles congrua correspondiente.

Obliguen con rigor los Ordinarios de los lugares a todos los que obtienen muchos beneficios eclesiásticos curados, o por otra causa incompatibles, a que presenten sus dispensas. Si no se las presentaren, procedan según la constitución de Gregorio X, publicada en el concilio general de Leon, que comienza: Ordinarii: la misma que juzga el santo Concilio deberse renovar, y en efecto la renueva; añadiendo además, que los mismos Ordinarios den completa providencia aun nombrando vicarios idóneos, y asignándoles correspondiente congrua de los frutos, a fin de que no se abandone de modo alguno el cuidado de las almas, ni se defrauden, aun en lo más mínimo, los mismos beneficios, de los servicios que les son debidos; sin que a nadie favorezcan las apelaciones, privilegios ni exenciones, cualesquiera que sean, aunque tengan asignados jueces particulares, ni las inhibiciones de estos sobre lo mencionado.

CAP. VI. Qué uniones de beneficios se han de tener por válidas.

Puedan los Ordinarios, como delegados de la Sede Apostólica, examinar las uniones perpetuas hechas de cuarenta años a esta parte y declaren írritas las que se hayan obtenido por subrepción, u obrepción. Mas las que se hubieren concedido después del tiempo mencionado, y no hayan tenido efecto en todo, o en parte, y cuantas en adelante se hagan a instancia de cualquier persona, a no constar que fueron concedidas con causas legítimas y racionales, examinadas ante el Ordinario del lugar, con citación de los interesados; deben reputarse como alcanzadas por subrepción; y por tanto no tengan fuerza alguna, a no haber declarado lo contrario la Sede Apostólica.

CAP. VII. Visítense los beneficios eclesiásticos unidos; ejérzase la cura de almas por vicarios, aunque sean perpetuos: hágase el nombramiento de estos asignándoles porción determinada de frutos sobre cosa cierta.

Visiten anualmente los Ordinarios los beneficios eclesiásticos curados que estén unidos, o anexos perpetuamente a catedrales, colegiatas, u otras iglesias, o monasterios, beneficios, colegios, u otros lugares piadosos, de cualquiera especie que sean; y procuren con esmero que se desempeñe loablemente el cuidado de las almas por medio de vicarios idóneos, aunque sean perpetuos, si no les pareciere más conducente al buen gobierno de las iglesias valerse de otros medios; debiendo destinarlos a los mismos lugares, y asignarles la tercera parte de los frutos, o mayor o menor porción, a su arbitrio, sobre cosa determinada; sin que a lo dicho obsten de modo alguno apelaciones, privilegios ni exenciones, aunque tengan jueces particulares, ni sus inhibiciones, cualesquiera que sean.

CAP. VIII. Repárense las iglesias: cuidese con celo de las almas.

Tengan obligación los Ordinarios de visitar todos los años con autoridad Apostólica cualesquiera iglesias de cualquier modo exentas y de dar providencia con los oportunos remedios que establece el derecho, para que se reparen las que necesitan reparación; sin que se defraude a ninguna, por ninguna circunstancia, del cuidado de las almas, si alguna lo tuviere anexo, ni de otros servicios debidos; quedando excluidas absolutamente las apelaciones, privilegios, costumbres, aunque recibidas de tiempo inmemorial, deputaciones de jueces, e inhibiciones de estos.

CAP. IX. No debe diferirse la consagración.

Los que sean promovidos a iglesias mayores reciban la consagración dentro del tiempo establecido por el derecho; y a nadie sirvan las prórrogas concedidas por más de seis meses.

CAP. X. No den los cabildos dimisorias a nadie en sede vacante, si no estrecha la circunstancia de obtener, o haber obtenido beneficio eclesiástico. Varias penas contra los infractores.

No sea permitido a los cabildos eclesiásticos conceder a nadie en sede vacante, dentro del año, contado desde el día en que esta vacó, licencia para ser ordenado, o dimisorias, o reverendas como algunos llaman, ya sea por lo dispuesto en el derecho común, ya en virtud de cualquier privilegio o costumbre; a no ser a alguno que se halle en esta precisión por haber obtenido, o deber obtener algún beneficio eclesiástico. Si no se hiciese así, quede sujeto al entredicho eclesiástico el cabildo que contraviniere; y los que así recibieren las órdenes, si solo se ordenaren de menores, no gocen de privilegio alguno clerical, especialmente en causas criminales, y los que hayan recibido los mayores, queden suspensos de derecho del ejercicio de ellos a voluntad del Prelado futuro.

CAP. XI. A nadie sirvan las licencias de ser promovido, a no tener causa justa.

Las facultades para ser promovidos a otros órdenes por cualquiera Ordinario, sirvan sólo a los que tienen causa legítima que les imposibilite recibir los órdenes de sus propios Obispos, la que debe expresarse en las dimisorias; y en este caso sólo se han de ordenar por Obispo que resida en su propia diócesis, o por el que le substituya y ejerza los ministerios pontificales, y precediendo diligente examen.

CAP. XII. La dispensa para no ser promovido no exceda de un año.

Las dispensas concedidas para no pasar a otros órdenes, únicamente sirvan por sólo un año, a excepción de los casos expresados en el derecho.

CAP. XIII. Los presentados por cualquiera que sea, no se ordenen, a no preceder examen y aprobación del Ordinario: exceptúanse algunos.

Los presentados, o electos, o nombrados por cualesquiera personas eclesiásticas, aunque sea por los Nuncios de la Sede Apostólica, no sean instituidos, confirmados ni admitidos a ningunos beneficios eclesiásticos, ni aun con pretexto de cualquier privilegio o costumbre, aunque prescribe de tiempo inmemorial, si antes no fueren examinados y hallados capaces por los Ordinarios; sin que pueda servir a ninguno la apelación que interponga, para dejar por ella de sufrir el examen. Quedan no obstante exceptuados los presentados, elegidos o nombrados por las Universidades, o colegios de estudios generales.

CAP. XIV. De qué causas civiles de exentos puedan conocer los Obispos.

Obsérvese en las causas de los exentos la constitución de Inocencio IV, publicada en el concilio general de León, que principia: Volentes: la misma que este sagrado Concilio ha juzgado deber renovar, y efectivamente renueva; añadiendo además, que en las causas civiles sobre salarios que se deban a personas pobres, puedan los clérigos seculares, o regulares que vivan fuera de sus monasterios, de cualquier modo que sean exentos, aunque tengan en los lugares juez privativo deputado por la santa Sede; y en las otras causas, si no tuviesen dicho juez, ser citados ante los Ordinarios de los lugares, como delegados en esto de la Sede Apostólica, y ser obligados y compelidos en fuerza del derecho a pagar lo que debieren; sin que tengan fuerza alguna contra lo aquí mandado sus privilegios, exenciones, jueces conservadores, ni las inhibiciones de estos.

CAP. XV. Cuiden los Ordinarios de que todos los hospitales, aunque sean exentos, estén fielmente gobernados por sus administradores.

Cuiden los Ordinarios de que todos los hospitales estén gobernados con fidelidad y exactitud por sus administradores, bajo cualquier nombre que estos tengan, y de cualquier modo que estén exentos; observando la forma de la constitución del concilio de Viena, que principia: Quia contingit; la que ha creído el mismo santo Concilio deberse renovar, y en efecto la renueva con las derogaciones que en ella se contienen.

ASIGNACIÓN DE LA SESIÓN SIGUIENTE.

Además de esto el mismo sacrosanto Concilio ha establecido y decretado, que la Sesión próxima futura se tenga y celebre el jueves después de la siguiente Dominica in Albis, que será el 21 de abril del presente año de 1547.


Sigue en la sesión VIII


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